Comisarías, destacamentos, subcomisarías, son sitios que la gente prefiere no visitar. Allí se toma conocimiento antes que nadie de un accidente, de un hecho luctuoso, de un delito. Entre esas paredes van a parar personas privadas de libertad. Allí, se mezcla desesperación, adrenalina, golpes, (a veces) apremios ilegales y efectivos obligados a pasar horas. Acá conoveremos tres casos de policías que murieron trágicamente y que al parecer sus espíritus -ya que no hay fiscales que puedan aseverar lo contrario-, siguen allí, para asustar o para acompañar.
En el 2004, el destacamento policial Los Campamentos de Rivadavia, se llamaba sencillamente “Los Campamentos”. Un año más tarde, cuando se transformó en subcomisaría, ya tenía nombre: le pusieron Segundo Ferreyra en honor a un efectivo de 35 años que el año anterior -cuando el edificio era un destacamento- fue muerto a balazos accidentalmente por un colega.
“Todos recuerdan el caso con mucha pena. Una noche, dos policías volvían de una ronda. Uno de ellos, el chofer, era Segundo Ferreyra. Cuando llegaron al destacamento, el efectivo que lo acompañaba puso la PA III (una pistola ametralladora), sobre la mesa pero había omitido colocarle el seguro. De pronto la golpeó contra la mesa y la ráfaga de balas dio de lleno en el cuerpo de Ferreyra que murió en el acto”.
Desde que ocurrió aquella desgracia, las cosas comenzaron a andar mal en la zona. Delitos que nunca ocurrían comenzaron a aparecer, los accidentes se hicieron más frecuentes: era como que de pronto la histórica tranquilidad había abandonado a la zona.
“En muchos de los procedimientos, sobre todo los de noche, algunos policías aseguraban que veían a Segundo Ferreyra entre las sombras de la noche. Yo lo vi: no en un procedimiento sino en la puerta de la subcomisaría: a las tres de la mañana, que fue la hora en el él murió: era la figura de alguien contrariado. Es más, todos los que aseguramos haberlo visto le hemos visto a esa hora y con un gesto de encono, de melancolía”, explica el efectivo.
Con el paso de los meses y aún a merced de aquella inexplicable seguidilla de hechos desgraciados, a alguien se le ocurrió que cuando el destacamento fuera llevado a subcomisaría, le pusieran el nombre del cabo muerto al edificio; tal vez con la idea de atemperar la tristeza de ese espíritu.
En 2005, con la presencia de todas las autoridades del por entonces Ministerio de Justicia y Seguridad, la subcomisaría de Los Campamentos, “Segundo Ferreyra”, fue inaugurada oficialmente.
Desde ese día, la mala suerte se fue del edificio y la calma volvió a reinar en ese paraje tranquilo de Rivadavia. Hoy por hoy, muchos de los que allí trabajan aseguran haber visto a la figura de Ferreyra -”vestido de policía, como estaba la noche en que murió”- pero ya no tiene aquella actitud contrariada con que lo recuerdan los viejos policías.
“Era como que necesitaba que fuera recordado para siempre: que hubiera una subcomisaría con su nombre”.
Otras historias de policías fantasmas: la máquina de escribir que escribía sola
(Relato aportado por el sargento ayudante Julio César Alaniz)
Hacia mediados de 1984, el inspector Samuel Elías González, de 40 años de edad, soñaba con un ascenso en la policía. Llevaba casi quince en calidad de oficial escribiente en el primer piso de la comisaría 28 de Palmira, su compañía eterna la constituía una máquina de escribir marca Olivetti Lettera 35.
“Era un hombre silencioso y más bien solitario. Se dedicaba, como se decía en esa época, a ser escribiente en la Oficina de Delitos. Era el que tomaba las denuncias por escrito por medio de su máquina de escribir”, lo recuerdan sus compañeros. Julio César Alaniz.
Por aquel año, el escribiente Elías González se había entusiasmado con el ascenso que hacía tiempo esperaba. El ascenso que nunca llegó. “Dicen que una noche, la noche anterior a que se informaran los movimientos en la fuerza, recibió un llamado a su casa que le hizo el propio gobernador de esa época, Santiago Felipe Llaver, él fue quien le dijo que no iba a ascender”, sigue el policía.
La noticia fue demasiado funesta para el escribiente González y un infarto lo hizo todo rápido: murió en su casa aquella noche. Y el único ascenso -si es que era cristiano, y además buena gente y mejor agente- debe haber sido al Reino de los Cielos.
En la seccional 28, su máquina Olivetti quedó sin dueño. Algunos policías se turnaban para tomar las denuncias pero pocos querían posar sus dedos en esas teclas; “era como si tocaran algo sagrado”.
Por las noches, en el primer piso de la 28, la máquina quedaba sola y a oscuras. “Unos meses más tarde, en plena guardia nocturna con dos compañeros más, comenzamos a sentir el tecleo de la máquina de escribir; el sonido venía desde el primer piso. Nos miramos entre los tres y no entendíamos nada: no había nadie arriba, pero al rato el ruido acabó y nadie dijo nada”.
Dos semanas después, también de madrugada, la máquina comenzó a sonar sola otra vez. “Y entonces sí subimos los tres. Prendimos la luz y allí estaba la máquina sola y quieta. Con el paso de los días el ruido seco de las teclas volvía a aparecer cada tanto y cuando volvíamos a subir veíamos a la máquina quieta y en silencio”.
Una vez los tres efectivos tuvieron para ellos que alguien -presumiblemente el espíritu de Elías González- quería decir algo con ese ruido de teclas. Entonces colocaron un papel en blanco sobre el rollo negro de la Olivetti y volvieron a bajar. A los minutos, volvieron a escuchar el ruido de teclas: alguien estaba escribiendo algo.
“Cuando la máquina dejó de hacer ruido subimos los tres y fuimos hasta ella para ver si había algo escrito en el papel. Lo que había en esa hoja en blanco -acordamos entre los tres- es algo que nunca vamos a revelar”.
Con el paso de los años, la Olivetti de González fue cambiada por una computadora. Pero nadie volvió a escuchar el ruido de teclas en la oficina de Delitos del primer piso de la seccional 28.
La celda que nadie quiere habitar
(Relato aportado por el sargento ayudante Julio César Alaniz)
En 1988, un policía de que revestía en San Luis llegó hasta Tres Porteñas guiado por la ira: había encontrado a su esposa con otro hombre en su cama, en su casa de San Luis. La mujer, encima, decidió abandonarlo y seguir a su amante que era, justamente, un hombre de Tres Porteñas.
El efectivo puntano llegó armado a ese distrito de San Martín y le costó poco dar con su mujer y con el amante de ella. Desencajado, los encontró en plena calle, una siesta. Tres balazos para él y uno para ella (que finalmente sobrevivió) sirvieron para que el hombre creyera que su venganza quedaba saldada. Los policías de Tres Porteñas lo detuvieron de inmediato.
“Dicen que el hombre estaba fuera de sí. No lo podían controlar en la calle por más que le habían sacado el arma. Con mucho esfuerzo lograron meterlo en una pequeña celda del por entonces destacamento de Tres Porteñas donde se calmó un poco".
"Igual, de pronto, después de un corto silencio, los policías comenzaron a escuchar un ruido extraño: entre gutural y el sonido hace un perro cuando se queja. Ese ruido era cada vez más intenso, hasta que Arnulfo Carmona -el cabo que estaba a cargo del preso- escuchó un balazo seco dentro de la pequeña celda: el detenido había logrado sacar el arma que el cabo dejó en un perchero y se dio un balazo en la sien.
“Desde aquel episodio, la celda no volvió a ser la misma. Los detenidos que se quedaban allí de noche se quejaban porque decían escuchar los gemidos de un perro moribundo. Lo peor era que nosotros muchas veces también escuchábamos ese quejido igual al que emitía aquel policía de San Luis”.
“Han pasado 22 años de aquel suceso. Y el destacamento ahora es la seccional 39. Hace poco, en una cena que hicimos en el patio para la gente de la Coopol a la que vinieron muchas autoridades policiales, alguien se dio vuelta y dirigió su vista hacia donde estaba la celda, que ahora está toda refaccionada, y dijo: '¿qué?, ¿acaso tienen a un perro herido en ese calabozo'”?
(FUENTE: losandes.com.ar)
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