El multifacético Parapsicólogo peruano Reynaldo Silva, se ha destacado, con el transcurrir de los años, no solamente en su área profesional, sino también en la narrativa y el cuento: acá les presentamos uno de sus cuentos de miedo, los cuales serán publicados en 2018.
Un Relato de: Reynaldo Silva Salas.
La noche era muy fría y ventosa. Carlos Bejarano, más conocido como “Carlitos” por todos en la redacción del diario “Últimas noticias”, caminaba por las desiertas calles de Lima, mascando su rabia. Con apenas 24 años, pensaba si no se había equivocado de profesión: desde hacía dos años trabajaba con verdaderos “pesos pesados” de la prensa amarillista nacional, y los únicos encargos periodísticos que recibía eran hacer reportajes estúpidos que nadie quería hacer, como el que tenía entre manos: averiguar todo lo que se pudiese sobre una pelea entre campesinos, en un pueblo a las afueras de Lima.
“Acá dice que un japonés es acusado por todo el pueblo de hacer brujerías con sus animales” -leyó el jefe de prensa, a la vez que le entregaba la nota enviada por un periódico amigo-, “fueron todos a quemarle su casa y él se defendió con una espada samurai: puedes sacar una nota bien “sazonada” con eso”. Los otros reporteros recibían encargos como entrevistar a políticos en la clandestinidad, peligrosas investigaciones sobre corrupción en el gobierno militar, e incluso, pícaras entrevistas con sesión de fotos a alguna vedette, y a él le daban esa ridiculez.
Las risas de todos los reporteros casi hicieron venirse abajo las vetustas paredes del viejo edificio dónde estaba el periódico. “¡Acábalos tigre! – le dijo a la vez que soltaba un fuerte manotazo en la espalda el reportero de policiales. “Y de paso tráenos fruta, jajajaja” –agregó burlonamente un veterano reportero de pelo canoso. Carlitos no dejaba de pensar en renunciar mientras se dirigía a su pensión en el centro de Lima. La fría noche hizo que se abrigase mientras pasaba por un retén militar; era el año 1973 y con los militares en el poder, la ciudad parecía asediada. Su salvoconducto le permitió una vez más seguir su camino. “¡Cualquier reportero del mundo mataría por trabajar acá ahora y yo tengo que investigar tonterías!” – pensaba -, “bueno, al menos por un día, me alejaré de este clima del asco”.
El aire cálido del valle costeño le dio de lleno en la cara cuando descendió del destartalado ómnibus. El pueblo era como cualquiera del llamado “Sur chico”; casas de adobe, calles de tierra y uno que otro campesino montado en burro atravesándolas. Según sus notas, el japonés del lío ese era un hombre ya entrado en años, venido de su país al acabar la Segunda Guerra. Al preguntar a los lugareños por el domicilio de Nakatoshi Oda recibió todo tipo de respuestas: “….ese viejo miserable le mató tres corderos a mi cuñado”-, le dijo uno. “Tiene pacto con el diablo”-, agregó el cura. “Seguridad del Estado debería llevárselo” -, declaró un Guardia Civil. Una rara mezcla de odio y miedo se notaba en todas las declaraciones recogidas. Un apodo más bien, era usado por todos: “el japonés loco”.
Tras recabar el testimonio del comisario, Carlitos se dirigió al otro lado del pueblo, donde se hallaba la casa del nipón. La autoridad policial le aclaró en algo el panorama: Oda, era un taxidermista -la parecer uno muy bueno, casi genial-, al cual el pueblo veía por eso con recelo. La pérdida de animales en el pueblo, seguro robados por delincuentes, le fueron achacados por todos a Oda, azuzados por algún envidioso. Pensando en que el reportaje no valía para nada el tiempo invertido, Carlitos Bejarano se detuvo viendo sus apuntes frente a la casa de Oda. Era muy fácil dar con ella: era la más grande y bien cuidada, comparándola con las demás.
La puerta apenas se abrió después de que tocase un buen rato. Un canoso y nervioso oriental apenas se dejó ver a través de la puerta: “¡ya dije todo a detective!...” –dijo en un muy pasable español-, “¡váyase!”. Carlitos había decidido hacer bien su trabajo, así que usó algunos artilugios aprendidos en el diario; mintiendo descaradamente, le dijo a Oda que estaba escribiendo un libro sobre extranjeros exitosos viviendo en el Perú. “Colonia japonesa no quererme” –replicó el japonés-, “¡no participaré!”. Bejarano continuó diciendo que no venía de parte de la colonia de residentes japoneses; dijo que venía por encargo del gobierno, dada su fama de experto taxidermista.
Nakatoshi Oda mordió el anzuelo: Carlitos sabía lo respetuosos que son los nipones con respecto a la autoridad. La puerta de la casa se abrió para él, aunque la mirada inexpresiva de Oda no cambió un ápice. Ya sentados en la sala, el reportero vió sorprendido su trabajo: sentado frente a una diminuta mesa, con una taza de té en las manos, Carlitos no podía dejar de extasiarse con lo que veía: decenas de animales de todos los tipos lo rodeaban. Jaguares selváticos, venados, aves de todo tipo y un oso de anteojos, perfectamente disecados, le parecían observar,…. parecía que esos animales estuviesen vivos.
Su anfitrión gradualmente le comenzó a hablar de su arte, del tiempo que llevaba viviendo en el pueblo, y también de lo sucedido hacía unos días con los lugareños. Se notaba que el nipón no había recibido una visita en años, ya que se esforzaba por mantener interesado a su joven entrevistador. Oda veía complacido cómo el joven ese tan simpático llenaba su libreta con cada palabra que él decía. Al pasar las horas, el té verde dejó paso a unos excelentes piscos y macerados de frutas que se producían en el valle. Carlitos comenzó a tener mayor interés en aquel viejo solitario cuando le comenzó a contarle que había peleado en la guerra, en el Ejército Imperial japonés.
Los ojos del joven comenzaron a abrirse al escuchar las historias que salían de los labios arrugados de Oda. Su lápiz volaba por el papel al escribir datos tras datos que le parecían dignos de tomarse en cuenta. La noche avanzaba, los animales disecados de la sala lanzaban tenebrosas sombras que se alzaban por las paredes hacia el techo de la sala, iluminada apenas por la luz de una trémula lámpara de querosene. Carlitos no tenía miedo; se reía por efectos del alcohol, de las hilarantes y picarescas anécdotas de Oda en un burdel chino durante la guerra. Carlitos la estaba pasando de lo mejor, pero tuvo que despedirse de Oda al ver que ya era tarde y que no encontraría forma de volver a Lima.
Mientras regresaba por la carretera, el joven pensaba en si estaba bien o no haber seguido con la farsa: había prometido volver el próximo fin de semana para continuar el “reportaje” a su nuevo amigo. Pensó en que tal vez hacía bien al amenizar los últimos días de un pobre viejo solitario. Él también era un solitario, y había disfrutado la velada y las bebidas; además, regresaba a casa con un espléndido regalo: Oda lo había convencido de aceptar un precioso bonsái.
A partir de ahí, todos los domingos, por tres meses meses, Carlitos Bejarano visitó a Oda, iniciando sus tertulias al mediodía, y acabándolas muy tarde en la noche. El japonés nunca supo del motivo que trajo a Bejarano a su casa: la nota fue tan aburrida que jamás se publicó en “Últimas noticias”. El reportero no dijo a nadie dónde iba, por lo que en el diario pensaban que tendría algún amorío o algo así: siempre llegaba los lunes a la redacción con unas tremendas resacas. Las tertulias entre el periodista y el japonés comenzaron a cambiar cuando Oda comenzó a tener más confianza en el muchacho.
En una de ellas, le reveló su gran secreto: Oda sirvió en una unidad especial del ejército nipón en China. A Carlitos nada le decían los nombres “Operación Maruta”, “Escuadrón 731”, “Fortaleza Zhongma”, “Unidad Wakamatsu” o la ciudad de Harbin,… nadie sabía nada de eso en 1973, pero en vez de aterrarse, Carlitos quedó hipnotizado por sus revelaciones: hablaba de experimentos secretos en personas, horrendas disecciones sin anestesia y un inmenso cúmulo de horrores sin fin. Sus colegas en el diario “Últimas noticias” se jactaban de sus conversaciones con asesinos convictos, pero lo relatado por el viejo,… era demasiado. El joven periodista quedó fascinado y por nada del mundo impidió que aquel viejo borracho le contara todo.
Oda, bajo los efectos del alcohol, pasaba de cantar viejas canciones guerreras japonesas a pormenorizar los crímenes de los que fue partícipe, para luego, de pronto, echarse a llorar como un niño, recordando a sus camaradas muertos en combate. Le dijo que, así como a muchos, él fue indultado por los norteamericanos tras la guerra, los cuales le daban una jugosa pensión por los secretos de los experimentos que les reveló. Si vivía en un pueblito perdido en sudamérica, era por que prefirió alejarse de miradas acusadoras. Las libretas de Carlitos se llenaban ahora de datos caóticos casi increíbles. Tras esa delirante noche, pensó que tal vez había dado con el reportaje de su vida.
Al domingo siguiente, Carlitos llegó de nuevo a la casa del japonés. Estaba algo desilusionado por que no logró conseguir traer consigo una grabadora del diario, pero se contentaba que un colega le había prestado su cámara fotográfica. No sabía si le serviría de algo, pero le pareció buena idea. Como de costumbre, empezaron a vaciar metódicamente botella tras botella de licor, mientras Oda revelaba más y más su increíble y tenebroso pasado. Al anochecer, ya totalmente ebrio, comenzó a sollozar, mientras recordaba a su único amor, su esposa: Oei. El joven quedó extrañado; siempre había pensado que su viejo amigo estaba solo en este mundo. “Era joven y hermosa” – dijo Oda-, “la hice venir desde Japón y aquí nos casamos. Yo era muy feliz”.
Temiendo ser indiscreto, Carlitos le preguntó por ella. “Murió hace 20 años”- le respondió enjuagándose las lágrimas-, “enfermedad desconocida. Murió muy joven”. Cambiando de tema inexplicablemente, el japonés le soltó una frase intrigante: “mis jefes, durante la guerra, eran monstruos: sólo querían matar. Yo distinto: yo quería acabar con la muerte”. Tras una pausa, retomó de nuevo sus historias de guerra. Casi a la medianoche, el anciano volteó hacia el joven periodista, lo miró con ojos perdidos y le dijo: “¿quieres conocer a mi Oei?”. Pensando en que le mostraría algunas fotografías, Carlitos asintió. Se extrañó cuando el viejo oriental se levantó de su asiento y le dijo gravemente: “Ven conmigo”.
Siguiendo al japonés que se tambaleaba por efectos del alcohol, Carlitos Bejarano fue tras de él, hasta el fondo de la casa. Frente a una pared, el viejo le miró sonriente, mientras tocaba con sus dedos una supuesta mancha en la pared. Ante los ojos sorprendidos del joven, la pared se deslizó silenciosamente, dejando a la vista una puerta secreta. Ambos personajes comenzaron a descender por unos escalones que se perdían en la oscuridad. No tardaron mucho para llegar al final de la escalera: Carlitos supuso que se hallaban bastante abajo del nivel de la calle. Una tenue luz al frente le indicaba que al frente suyo había una habitación.
Al atravesar el umbral, el periodista quedó helado frente a lo que tenía ante sus ojos: en una habitación muy estrecha, con las paredes llenas de instrumentos de metal que no pudo identificar, se hallaba Oda, mirándole, de pie junto a una mesa de piedra. Sobre la mesa, yacía un cuerpo. Era el cuerpo de una mujer; estaba desnuda y era realmente hermosa. Su piel pálida, muy pálida, demostraba que era un cuerpo sin vida,… pero su apariencia en general era la de estar perfectamente conservada. Carlitos miró a Oda buscando una respuesta.
“Es el trabajo de toda mi vida” -, le dijo, para luego acariciar el cabello negro azabache del cuerpo, mientras susurraba algunas frases en japonés-, “el proceso está casi terminado: muy pronto lograré que tenga temperatura normal y su piel tendrá otra vez su color original. Mi Oei estará conmigo por siempre”. Carlitos seguía paralizado del asombro: si era cierto que ese cadáver tenía 20 años sin sufrir cambios, aquel viejo había hecho un descubrimiento fabuloso. Oda continuó sorprendiéndolo: “ven, toca….”- le pidió mientras tomaba un brazo del cuerpo-, “toca: no hay rigidez. Las articulaciones se mueven”. El reportero tomó el brazo y continuó sorprendiéndose: se sentía y se movía igual como el brazo de cualquier persona viva. Cualquiera que la viese, pensaría que sólo estaba dormida.
De pronto, el viejo se descompuso y comenzó a llorar, cayendo de rodillas, tomando la mano de su esposa muerta, hablando en japonés. Carlitos aprovechó esa dolorosa escena: Oda no lo miraba, así que sacó la cámara que llevaba. Tomó tres fotos. Si aquello era cierto, necesitaría pruebas. Miró al pobre viejo borracho que lloraba amargamente: definitivamente era un genio, pero también el infeliz estaba totalmente loco. Lo alzó del suelo, tratando de calmarlo. Ayudándolo a subir las escaleras, dejaron aquella habitación, subiendo los dos muy trabajosamente.
Ya de nuevo en la sala, Oda comenzó a hablar: “tardé muchos años en lograrlo”. Al periodista le faltaba cabeza para preguntarle; “…pero, ¿cómo es posible?....”. El nipón le respondió sin dejar de mirar la mesa de madera frente a él: “….parte química, parte alquimia,.... nazis nos dieron libros que obtuvieron de países invadidos; los leí todos”. A Carlitos le comenzó a dar vueltas la cabeza cuando el nipón le comenzó a explicar una intragable mezcolanza de fórmulas químicas, gases, recetas de pociones alquímicas extraídas de textos medievales y descubrimientos judíos y chinos acerca de “Golems” y la “píldora de la inmortalidad”.
Oda era muy preciso al describir todo eso, a pesar de su embriaguez,… pero Carlitos lamentablemente había sido un pésimo estudiante de química en el colegio, y no entendió nada. Oda tardó dos horas en explicarle su proceso secreto, para finalizar diciendo: “lo que hacían antepasados hoy le dicen magia: yo le digo ciencia….”. El joven reportero se quedó un rato pensando hasta que finalmente le preguntó el por qué de decía todo eso. “….Estoy viejo y moriré pronto, Carlos-san….” –le respondió Oda-, “necesito que, cuando yo morir, uses mi fórmula conmigo: no quiero dejar sola a mi Oei….”. Cuando Carlitos salió de la casa, ya había amanecido. Volvería el domingo siguiente: Oda le había hecho jurar que lo haría. Ese día, su procedimiento estaría totalmente completo y le daría al reportero por escrito su fórmula. Carlitos no fue a trabajar ese lunes al diario.
Una vez llegado el domingo, Carlitos Bejarano se bajó rápidamente del bus en la plaza del pueblo. Estaba impaciente para acudir a su cita. El barullo al otro extremo de la plaza llamó su atención. Los lugareños se arremolinaban lanzando todo tipo de exclamaciones, mientras las mujeres lloraban. Instintivamente, como buen reportero, corrió hacia el lugar. El joven llegó a tiempo para ver cómo recién cubrían el cráneo destrozado con periódicos: era Oda. Había salido temprano a comprar pescado al mercado cuando un conductor ebrio lo atropelló. Tenía el cráneo destrozado. Su muerte había sido instantánea.
En sus pocos años de periodista ya había visto varios cadáveres, pero ver a quien ya consideraba su amigo, fue demasiado, comenzó a caminar por la plaza en estado de shock. No podía quitarse de las retinas la cara de Oda muerto, sus ojos crispados, su boca abierta, como una grotesca mueca. Conforme se recuperaba, Carlitos recordó lo que lo había llevado al pueblo ese día: el secreto de Oda. Al acercarse de nuevo al cuerpo, vio cómo los policías revisaban los bolsillos del atropellado mientras levantaban el cadáver. Un policía trató de abrir y leer su libreta de notas, pero le fue imposible: estaba totalmente empapadas en sangre.
Carlitos vio con desazón cómo las fórmulas químicas anotadas en tinta china se borraban por el contacto con la sangre y por la grosera manipulación del ignorante policía; se habían perdido para siempre. Mientras miraba cómo cargaban el cuerpo en una camioneta, el periodista recordó el otro secreto de Oda. Comenzó a correr hacia su casa: debía llegar antes que los policías descubrieran el cuerpo de Oei. Sin saber que haría, Carlitos Bejarano entró como una tromba a la casa. Abrió la puerta secreta y descendió a toda velocidad los escalones. Apenas tomó aire al estar frente al cuerpo de Oei. Miró por todos lados: todo el piso estaba lleno de papeles rotos escritos en japonés.
El único vestigio del trabajo del japonés era el cuerpo desnudo e intacto de su amada, frente a él. En eso pensaba cuando se percató de su frente: adosada a ella, el cadáver tenía un disco de arcilla, en el cual estaban escritos algunos caracteres en algo que parecía ser hebreo. Carlitos se acercó para ver las letras con más detenimiento. En ese momento el joven quedó paralizado por el horror: los ojos de la muerta comenzaros a entreabrirse lentamente, dejando ver un horroroso resplandor verdoso que salía de ellos. El joven comenzó a gritar paralizado del pánico sin poder dejar de ver también cómo la boca también se abría enormemente, soltando en la habitación esa luz verdosa y un vaho espeso y nauseabundo, mientras que de la garganta de ese ser se dejaba oír un grotesco y profundo lamento de ultratumba: “¡OOOO…..DDDAAAAAAA..!!!!!”.
Apenas vió que ese ser comenzaba a incorporarse de la mesa de piedra, el joven no aguantó más y salió disparado de aquel lugar de pesadilla, gritando sin parar. Sin detenerse, tiró al suelo todo lo que se le puso en el camino hacia la calle. Con una fuerza sobrehumana, Carlitos destrozó la puerta de madera, para correr por las calles del pueblo sin dejar de gritar. Al ver pasar por la plaza al joven enloquecido, botando espuma por la boca y sin parar de gritar, los lugareños que comentaban el desdichado final de Oda sólo se encogieron en hombros: de seguro el “japonés loco” había contagiado con su locura al pobre jovencito ese -, pensaron,...