Un relato de: Reynaldo Silva Salas (próximamente publicado)
Cada vez que mi abuelita pasaba por estrecheces económicas se quedaba pensativa en su silla, miraba al cielo con mirada triste y soltaba un profundo y doloroso suspiro: “…¡Ay Dios!” –decía -, “¿por qué pasamos por estas penurias, si a nosotros no debería faltarnos nada”. Yo pensaba que eran devaneos propios de la gente mayor, que siempre piensa que toda época pasada fue mejor; más, debido a su insistencia de expresar su muletilla, decidí preguntarle el por qué.
Ella cayó un momento. Se fijó detenidamente si mi madre escuchaba. En todo de confidencia me pidió que cierre la puerta del cuarto donde estábamos. Ya segura que todo quedaría entre los dos, comenzó a relatarme la historia: “tu bisabuelo, mi padre, era un hombre muy afortunado”-, me dijo en voz baja. Inmediatamente recordé lo que me habían contado otros parientes acerca de él: que fué un aventurero, que había recorrido toda la cordillera. Que era dueño de todos los secretos de la minería. Nadie mejor que él para amalgamar los minerales. Que conocía los secretos de la alquimia. Que había hecho millonarios a muchos; que había descubierto cientos de minas, que las tuvo todas inventariadas, y que al final nunca tuvo dinero para explotarlas.
“Pero hay algo más…”- agregó mi abuela con voz temblorosa -, “él era un brujo”. En ese momento me contó algo desconocido para mí: “como era curandero, siempre ayudó a los necesitados. Dicen que cuando vivió con los “Waqchas”, ellos, agradecidos por su ayuda, lo convirtieron en “Alto Misayoc” y le enseñaron todo lo que debía saber.
Desconociendo yo en esa época el idioma quechua, ella me explicó qué significaba todo eso: los “Waqchas” eran los más pobres descendientes de los incas, y que habían jurado jamás revelar los secretos de los tesoros y las minas ocultos por sus ancestros. También tenían fama de ser brujos muy poderosos. Un “Alto Misayoc” es un Sumo Sacerdote; jamás he escuchado después de esa conversación, que se le haya conferido ese cargo a un blanco o a un mestizo alguna vez.
“…Todo el mundo me decía eso y más de mi padre…” –explicaba mi abuela, mirando el aire, moviendo los ojos como si lo viviese-, “nunca les hice caso. Un día, me arrepentí de no haber creído”.
“Yo me casé muy joven. Mi padre no estaba de acuerdo; tu abuelo era bueno, pero no muy trabajador: te quedarás pobre junto a ese hombre, me dijo tu bisabuelo”- proseguía contándome mientras tejía. “Tu abuelo y yo nos fuimos a vivir a un cuarto chiquito en los Barrios Altos. Estaba bien para unos recién casados; tu abuelo salía todos los días a buscar trabajo, pero nada. Un día, a la hora del almuerzo, tu abuelo llegó muy contento: ¡había conseguido trabajo de sereno en el puerto!. Yo también estaba contenta. Un hacendado amigo de tu bisabuelo había llegado de la sierra y me había traído cartas de él y una enorme caja de madera”.
“Tu abuelo puso cara de pocos amigos. No le perdonaba a mi padre por no haber estado presente en nuestra boda”- prosiguió-,”no le hice caso: yo leía una a una las cartas de mi papá; cada una remitida de un sitio distinto y contándome sus viajes de un lado a otro del país, buscando fortuna y lo mucho que me quería. La última carta del paquete era muy extraña. Lo único que decía era: “nunca disfruté las riquezas que hallé por ser muy confiado. En tus ojos veo que tienes mi mismo destino. Acepta mi obsequio de bodas y no cometas los mismos errores que yo”. Tu bisabuelo se refería a la caja esa”-, sentenció mi abuela.
“Cuando la abrimos, yo me quedé encantada: era un precioso espejo de pie, muy antiguo, de madera y con algunos detalles en pan de oro en el marco. Tu abuelo frunció el entreceño: “ ¡Bah!, demasiado ostentoso para esta casa”; y sin mediar palabra, cogió su abrigo y se fue a trabajar, diciendo que volvería en la madrugada”.
“Era la primera noche que me quedaba sola en casa. Era una construcción vieja y me daba miedo por oscura. Pasaban las horas y yo en silencio, tejiendo en el segundo piso, sola, iluminada apenas por una vela. La medianoche avanzaba, y poco a poco me quedé dormida. No sé si pasó mucho o poco rato, pero algo me despertó. Una extraña sensación de que en el cuarto había alguien más. Al abrir mis ojos, ví frente a mí un enorme cirio de iglesia sobre la mesa, iluminando toda la habitación. Yo no entendía nada, la vela que yo tenía era pequeña y ya se había apagado. Fijé mi mirada en el espejo de mi padre que estaba frente mío,…poco a poco se fue oscureciendo, y apareciendo una imagen nubosa en él. Yo temblaba, mientras veía cómo una figura humana se formaba dentro de él. Quedé paralizada de terror cuando se terminó de formar la aparición: era un anciano barbado, de piel muy pálida, alto y vestido con una larga y ondulante mortaja blanca. Mirándome fijamente, alzó sus huesudas manos y comenzó lentamente a salir del espejo”.
“Se paró frente a mí, era inmenso y yo me trataba de encoger en el sofá, apretando mi tejido, tratando de alejarme de la mano que temblorosamente tendía hacia mí. Al mismo tiempo, con sus ojos blancos y sin vida muy abiertos, abría su boca cavernosa, exhalando un aire gélido: “....sígueme”; fue lo que me dijo y comenzó a deslizarse hacia la puerta”. Yo había perdido todo control de mi persona; me incorporé y lo seguí, caminado sin poder controlar mis piernas”.
“Me llevó hacia abajo, a la sala. De pie en medio de la sala, el anciano flotaba en el aire frente a un hueco rectangular excavado en el suelo. Allá abajo había un cofre de madera. Ví cómo él abrió la tapa; ¡levantó muy alto su mano de la cual colgaban collares de perlas, de plata con joyas engarzadas y caían en cascada monedas de oro!”.
“…Esto perteneció a mi familia…”- me dijo el espíritu mirándome con sus ojos sin vida-, “tú eres buena y quiero que sea para ti, pero no debes contarle a nadie hasta que te diga cuando debes sacarlo,.… cuando realmente tengas necesidad de él….-, exclamó mientras veía cómo se elevaba en el aire, despareciendo lentamente. Al rato desperté de nuevo en el sofá. Me levanté sobresaltada; había ruidos abajo. Corrí escaleras abajo, ¡pensé que tu abuelo se enojaría mucho si miraba el boquete en el piso de la sala!,…pero no había nada ahí, sabía yo que no era un sueño. Los ruidos abajo eran que tu abuelo había vuelto del trabajo. ”
“No le conté nada de esa noche. Al poco, comencé a ver que el casero que nos alquilaba parecía saber algo: cada vez que venía por el alquiler, miraba atentamente el suelo, como buscando si los ladrillos del suelo estaban movidos. Mantuve mi secreto hasta una noche en que, estando en la cocina, escuché unos gritos terribles que venían del dormitorio de arriba: ¡tu abuelo gritaba, como si pelease contra alguien!, salí de la cocina azorada y apenas pude ver al llegar a la sala que “algo” bajaba las escaleras, abriendo como una ráfaga de viento la puerta hacia la calle,….era como….si una sábana blanca saliese volando hacia la calle. Tu abuelo bajó a grandes zancadas, con la camisa desabotonada, los ojos desorbitados y vociferando incoherencias. Cuando se tranquilizó, me explicó lo que le había pasado”.
“Estaba en el dormitorio cambiándome de camisa” –me dijo,- “estaba de espaldas al viejo espejo ese cuando algo me hizo voltear: ¡dentro del espejo estaba un viejo horrible, con los ojos blancos como los de los muertos, abriendo su bocaza y estirando sus manos contra mí!; ¡me insultaba, me decía cosas y atravesaba el espejo con sus manos jalándome, arrastrándome!”.
“Presa del pánico, tu abuelo trató de defenderse”- me contaba muy vívidamente mi abuela-, “gritando pidiendo ayuda, comenzó a luchar soltando sendos golpes a esa aparición venida de ultratumba, inmensa, con su boca abierta dispuesta a tragárselo. Tras unos minutos de forcejear, el espíritu se dio por vencido y abandonó la casa, siendo perseguido por tu abuelo”.
“Apenas terminó de contarme, yo comencé a llorar. Finalmente le conté mi secreto: él montó en cólera, indignado por que no le había dicho nada del espíritu y del tesoro oculto. Juramos no decírselo a nadie. Yo temía que el anciano espectro hubiese cambiado de opinión y ya nos diese el tesoro cuando lo necesitáramos. Pero además, un presentimiento me decía que tu abuelo me ocultaba algo. En vano le pregunté qúe le había dicho el fantasma. Tu abuelo contestaba con evasivas. Yo recordaba lo que mi padre me decía de niña, al hablarme de sus cosas; él decía que los espíritus guardianes de tesoros odian a los ambiciosos. Me guardé mis dudas para otra ocasión”.
“Pasados algunos meses, tu abuelo me dijo que iríamos los dos de viaje a visitar a un pariente enfermo. Me daba miedo dejar la casa sola, pero él me convenció al decirme que su sobrino y su esposa la cuidarían. Yo no lo sabía, pero tu abuelo estaba metido en deudas de juego; le había contado a su sobrino del tesoro y decidieron sacarlo sin decirme nada. No debí viajar; tenía pesadillas todas las noches antes de hacer el viaje. Al llegar, convencí a tu abuelo de volver inmediatamente”.
“Cuando llegamos a la puerta de la casa, todos los vecinos la rodeaban, así como varios policías: ¡la puerta estaba abierta de par a par, mis pocos muebles tirados en la sala y un inmenso boquete en medio, y metros abajo, al silueta de un gran baúl en la tierra húmeda!. Tu abuelo se tiraba la barba de ira, había sido traicionado por su propia sangre, su sobrino, al ver el tamaño del tesoro, simplemente se lo llevó. Yo no lloraba por el caudal robado, lloraba por la vergüenza que sentía por ver rota mi confianza en mi esposo. En el segundo piso, hallé el espejo, o lo que quedaba de él: al parecer el sobrino había descubierto el secreto del espejo y el anciano y, movido por la codicia, trató de llevárselo, sólo pudiendo partirlo y llevándose una parte, dejando un tercio del mismo”.
“Volvimos a ser los mismos pobres de siempre; la fortuna la sobrino le cayó como con maldición de gitano; tras huir del país con el tesoro, regresaron a los tres años pordioseros: todo lo perdieron en una sucesiva suma de malas inversiones, enfermedades y accidentes. Aún hoy siguen pidiendo perdón por lo que hicieron. Con el tiempo perdoné a tu abuelo. Mi padre, al enterarse lo que pasó, no dijo nada, pero nunca más me regaló nada, ni volvió a enseñarme nada de sus secretos”- mi abuela suspiraba recordando los sucedido, mientras me miraba y sonreía-, “yo por mi parte, cogí los restos del espejo y los enmarqué de nuevo; es ése que está allá”.
Volteé a mirar a mis espaldas: en el cuarto de la abuela, colgaba un espejo de mediano tamaño en la pared: está un poco descolorido y tiene un marco de madera de factura reciente; nadie sospecharía de un inocente espejo como ese. “Muchas veces después, las ánimas aparecieron en el espejo, informándome la existencia de tesoros ocultos,…pero nunca los busqué, a veces por miedo, a veces, por que perdía el rastro; en otras más, le decía a alguien de mi confianza para que lo busque y nunca volvían para agradecerme. El destino de mi padre y el mío son iguales,…igual que el tuyo”.
“¿El mío, y por qué?” –, le pregunté, encogiéndome en hombros. Ella me dio varios motivos. “….Por que cuando yo no esté aquí, tú te quedarás con mi espejo; por que tienes el “don”, lo veo en tu mirada, que es la misma que la de tu bisabuelo y que la mía. Y finalmente, por que tienes la marca de la familia” -, sentenció mientras me apuntaba al hombro derecho, refiriéndose a un lunar que ella, yo y otros antes y después en la familia, hemos ostentado.
Efectivamente, el espejo hoy en día me pertenece; me quedé muchas noches observándolo detenidamente y nada ha ocurrido. Dándome por vencido, pensé que el espejo había quedado mudo para siempre, pero un suceso que me ocurrió el año pasado me sacó de pronto del error de percepción que tenía. Un amigo mío que pertenece a una de las familias más distinguidas de la ciudad –pero algo venida a menos-, me invitó a pasar un fin de semana en la hacienda de su familia, ubicada en un valle cercano, y con la cual pensaba iniciarse en el ramo hotelero. Tras pasar el día recorriendo el valle, disfrutando de su comida al aire libre y, después de mostrarme los planes que tenía para con su vieja casa hacienda, él, su novia y yo nos sentamos en uno de sus patios a disfrutar del fresco de la noche, tomando una copa.
José Antonio, que era el nombre de mi anfitrión, comenzó a relatarme la historia de la hacienda: se decía que había pertenecido a la Compañía de Jesús durante la colonia, y que los jesuitas habían enterrado un tesoro de lingotes de oro y plata en algún lugar de la hacienda antes de ser expulsados. Conforme avanzaba la noche, él insistía en que juntos descubramos el tesoro: “…tú eres bueno y confío en lo que sabes” -, me dijo una y otra vez. A su insistencia terminé prometiéndole que lo pensaría al menos. Al rato nos despedimos y me fui a dormir a mi habitación. Para serles sinceros, nunca me ha emocionado andar buscando lo que yo no escondí.
Ya en mi dormitorio, y tras tomar una buena ducha, caminaba por el cuarto mientras me secaba. Estaba sentado en la cama, pensando en que tal vez no tenía el “don” del que la abuela se refería, cuando algo llamó mi atención. El ropero frente a la cama tenía un espejo en su puerta, en el cual me veía reflejado. Ví cómo mi imagen reflejada se oscurecía, como si un punto negro a un borde el espejo se tragase las imágenes reflejadas en él. Intrigado, me acerqué al mueble. Ya estando de pie frente a él, la superficie del espejo se volvió de pronto totalmente negra.
La horrible sensación de sentirme pegado al suelo me detuvo en seco. Me quedé paralizado al ver….¡que del espejo emergían en rápida sucesión cuatro figuras humanas enfundadas con hábitos oscuros, tapados sus rostros por capuchas medievales!; ¡no tuve ni tiempo para pedir ayuda, mientras esos seres de pesadilla me tomaban de manos y pies y me arrastraban a la cama!.
¡TRATABA DE GRITAR Y NO SALÍA VOZ DE MI GARGANTA, MIENTRAS ELLOS ME INMOVILIZABAN POR COMPLETO!, ¡DENTRO DE SUS CAPUCHAS NO HABÍAN ROSTROS QUE PUDIESE VER, SÓLO LA MÁS NEGRA DE LAS OSCURIDADES!....dispuesto a aceptar mi destino, dejé de luchar. Yo temblaba descontroladamente mientras una de esas criaturas acercaba su “cara” hacia la mía. Una voz cavernosa salió de una de ellas: “aquí no debes buscar nada,….tienes el don,…pero aún no es tu hora….”. No recuerdo nada más de aquella noche.
Al día siguiente, José Antonio entró a mi cuarto al ver que yo no salía a desayunar. Me encontró tirado en el suelo, frente al espejo del ropero, desnudo, en posición fetal, temblando, en estado de shock. Alarmado me llevó inmediatamente al hospitañ. Por poco me salvé de que casi me diera una pulmonía fulminante. me he recuperado ya en parte. Aún tengo el espejo de mi abuela en mi departamento; en realidad no le temo en absoluto. Como "ellos" dijeron, aún no es mi hora. Aún no,...
MI DE VERDAD ME HA PASADO ESO PUEDO VER LO Q VA PASAR EN EL FUTURO Y HABESES ME PROVOCA MIEDO Y NO QUISIERA VERLO:
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