En algún momento de 1975, el mesías andrógino David Bowie sufrió de avistamientos paranormales y alucinaciones fantasmas vinculadas con la magia negra. Su obsesivo trastorno delirante lo llevó incluso a pasar días enteros sin dormir, alimentándose únicamente de leche, pimientos y lecturas ocultistas sobre defensa psíquica personal (específicamente, Psychic Self Defense de Dion Fortune era su favorito). Experiencias en el castillo del filósofo de la magia moderna, Aleister Crowley (que en ese entonces era propiedad de su amigo Jimmy Page) y las vibraciones malignas en la casa de Glenn Hughes, bajista de Deep Purple, lo habían puesto en un trance de nerviosismo eterno en el que sólo podía pensar en una cosa: esnifar más cocaína. Es bien sabido que los consumidores que inhalan más de 1 gramo diario de estas líneas de azúcar sufren de incondicionales ataques de ideación paranoide, una especie de delirio narcisista en donde el afectado siente la presencia de otras personas –y en este caso, entes– que lo persiguen y atormentan constantemente. En su biografía escrita por el periodista Marc Spitz, Bowie nos dice: “Pagué con la peor depresión maníaca de mi vida. (…) Mi psique estaba por las nubes, se fracturó en pedazos. Estaba alucinando 24 horas al día, sentía como si me hubiera caído en las entrañas de la Tierra”.
La casa de Glenn donde se alojaba Bowie entonces (y en donde normalmente había un gran festín para esnifar) estaba a unas cuantas casas de la mansión de los LaBianca, la fastuosa pareja que fue asesinada por Charles Manson y sus colegas en un ritual sacroradicalista que intentaría marcar el inicio de su cacería apocalíptica. Las raíces esotéricas que habían formado al asesino serial en su primera estancia en prisión fueron uno de los principales detonantes de su trastorno delirante. Spitz nos relata que Bowie estaba “obsesionado con el uso de la magia oculta para alcanzar el éxito y protegerse de las fuerzas demoníacas”. Pero los fenómenos extrasensoriales no dejaron a Bowie en mucho tiempo; “realmente caminé por otros mundos“, decía, mientras su obsesión por dibujar en todas las paredes pentagramas que lo protegiesen de su cólera mental, aumentaba.
La gran iluminación vino después de vivir el infierno onírico de alucinar espectros que vivían en la piscina de su casa en Doheny Drive, y a un grupo de brujas que planeaban fornicar con él para dar a luz al hijo del Diablo (una alegoría que probablemente tomó inconscientemente del filme de Roman Polanski, Rosemary’s Baby, el director cuya esposa fue asesinada por el grupo de Charles Manson). Bowie llamó a su exempleada Vanilla Cherry y le pidió que le consiguiera de inmediato una bruja blanca que exorcizara la piscina de su casa y creara una especie de escudo místico purificador contra los hechizos de las brujas negras. Llamaron a Walli Elmlark, una bruja que daba clases en la Escuela de Artes Ocultas de Nueva York, ya conocida entre artistas musicales como Jimmy Hendrix y Robert Fripp de King Crimson.
Angie, la exesposa de Bowie que también vivía en la supuesta casa embrujada, contaba que en el fondo de la alberca había una sombra o mancha larga, que no estaba ahí antes de que el ritual comenzara:
Tenía la forma de una bestia del inframundo; me recordó a esas retorcidas y atormentadas gárgolas de las torres de las catedrales medievales. Era feo, perturbador, malévolo; me asustó. Me alejé de ahí sintiéndome muy extraña y le conté a David lo que había visto, tratando de estar calmada sin lograrlo del todo. Se puso blanco pero eventualmente revivió lo suficiente para pasar el resto de la noche metiéndose coca. A pesar de eso no se acercaba a la piscina.
Sigo sin saber qué pensar sobre esa noche. Contrarresta directamente todo mi pragmatismo y mi fe diaria en la integridad del mundo “normal”, y me confunde enormemente. Lo que me conflictúa más es que si le llamaras a esa mancha la “marca de Satán”, no sabría cómo debatirte eso.
No se tienen suficientes registros sobre la vida y/o apariencia de esta hechicera, ni tampoco si logró el objetivo esperado de Bowie. En su biografía, Spitz redacta que es posible que haya muerto de una sobredosis de barbitúricos en 1991, luego de alegar no poder con sus propios demonios.
El delgado duque blanco del glam decidió abandonar la casa y no volvió a saber más sobre maldiciones (al mismo tiempo que dejó de esnifar cocaína). A pesar de que esta experiencia fue un delirio de la demasía de narcóticos bastante clásica en los mesías del rock, y más particularmente, un aparente miedo a ser poseído por lo desconocido, Bowie fundamentó sus motivos con una sublime reflexión:
Uno se expone a un gran daño psicológico cuando intenta evitar la amenaza de la locura. Empiezas a acercarte a lo que más te asusta. A mi parecer, hubo demasiados suicidios en mi familia… Mientras pudiera llevar esos excesos psicológicos a mi música y mi trabajo, estaba a salvo.
Por cierto, su álbum Station to Station fue escrito y compuesto durante ese periodo maldito; quizás ahora te suene diferente.
(FUENTE: pijamasurf.com)
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