Muchas veces en la historia, el mundo del espiritualismo y el misticismo ha estado ligado al mundo del poder político; nuestro país no es ajeno a eso: en los últimos tiempos hemos podido ver la firme creencia en brujos y adivinos que tuvieron el dictador Fujimori y el ex Presidente Alejandro Toledo, y si vemos atrás en la historia de nuestra república, lo veremos aún más: el poder político y los gobernantes siempre han creído, de una forma u otra en lo sobrenatural.
Pocas veces en la historia peruana ha existido un caso en el cual el mundo de lo paranormal haya jugado un papel, en el cual estuviese a punto de cambiar el curso de la historia, como el que paso a relatarlos: esta historia que les presento, es la que fue recogida por el ya fallecido escritor Guillermo Thorndike, en una serie de conversaciones con el actual Presidente del Perú, Alan García y el ya fallecido dirigente aprista César Atala, acaecidas en diciembre de 1984 y recogidas por Thorndike en su libro “La Revolución imposible”; lo que les presento en varias partes, en una síntesis de esta extraña y apasionante historia: puede parecer algo larga, pero si no la mostrara así, uno perdería datos muy importante (ojo, este no es una copia absoluta); acá les presento, lo que la historia conoce como “La revolución de los espíritus”.
Este insólito suceso tuvo lugar -podríamos decirlo así-, a partir de la primavera de 1936, pero en realidad, la historia empezó nmucho antes: durante la Era de Leguía (1919-1930), el departamento de Huancavelica había sido la auténtica propiedad de Don Celestino Manchego Muñoz: jefe de montoneras, perpetuo ministro y, salvo una corta desgracia a la caída del tirano, ininterrumpido representante al Congreso por esa región del país. Famoso en los años ‘20s del siglo pasado, las edad lo obligó a retirarse de la escena pública en los ‘60s.
Más de una vez se había puesto a la cabeza de 200 jinetes para imponer respeto a su condición de “principal” de Huancavelica. La más importante de sus haciendas, “Sinto”, era más grande que Bélgica. A ella se agregaban, a modo de satélites de su cacicazgo, medio centenar de fundos. A Manchego, rabioso antiaprista, lo buscaban los candidatos: era imposible que perdiera una elección; todo le pertenecía: jueces, ánforas, autoridades, caminos, policías,… electores.
El "Tren Macho"
En Lima se alojaba en el Gran Hotel Bolívar y más tarde, en mansión que se hizo construir. Una vez al año dejaba la capital para controlar personalmente sus intereses en la cordillera. Viajaba por el tren Transandino hasta Huancayo; ahí lo esperaba su célebre “Tren Macho”: una locomotora de 2 vagones que le compró aun archiduque en desgracia y que trasladó desde los Balcanes hasta los andes. Se le llamaba así por que se detenía “a lo valiente”, en cualquier parte de la línea, simplemente donde lo mandara Don Celestino: el humilde tren de itinerario se quedaba a veces inmovilizado a veces toda la tarde, mientras terminaba de almorzar con un compadre a la mitad del camino. Ya en Huancavelica, lo recibían en la estación de 2 a 3,000 indios de sus haciendas, para cargarlo en hombros hasta el hotel. Después de un descanso, en el cual la indiada acampaba en la plaza, Don Celestino recibía a los personajes importantes de la ciudad; a todos prestaba favores (según hubiese confirmado su fidelidad). Luego montaba en una mula con aperos de plata y seguido por caporales, látigo en mano, y con su leal infantería de indios, partía hacia sus propiedades. Mestizo fornido, de bigote espeso y espejuelos, Manchego los hacía acampar la primera noche a 5,300 metros de altura la primera noche, en medio de la nieve, para luego bajar a “sus” valles. Ahí se detenía y sin desmontar, permitía que los vecinos se le acercaran a besarle los estribos. Luego les daba un discurso en quechua (idioma que hablaba desde la infancia); llamaba, a los indios “sus hijos amados”,… y los reprendía por emborracharse y no entregarle la totalidad de sus cosechas: luego los perdonaba y ordenaba al mayoral que distribuyera una enorme bolsa de monedas de plata entre sus “hijos”. Picaba espuelas y desaparecía en una polvareda,… solo para detenerse en el próximo recodo para esperar al caporal que le daba alcance para devolverle las monedas. Tres de sus mayorales fueron asesinados. Otro murió de viruela y un quinto renunció: casi sesenta años tardó la indiada en descubrir el engaño.
Augusto B. Leguía
En 1928, Don Celestino solo tenía un enemigo político de importancia en Huancavelica: era el Doctor Pedro A. Carrasco, un abogado de fortuna menguante, al que Manchego, primero como Ministro de Fomento y Obras Públicas, y luego como Ministro de Gobierno, le impedía telegráficamente toda oportunidad de prosperar. Casi 10 años cumplía ya la dictadura civilista y Carrasco, a punto de enloquecer, se había entregado fervorosamente a la consulta con los espíritus. Todas las noches preguntaba cuándo se moriría el cabrón de Celestino y si Leguía era en verdad una entidad sobrenatural y eterna,… como empezaba a parecerlo.
No se sabe por qué, pero en los años 20 del siglo pasado, el Perú sufrió una verdadera epidemia de endemoniados: seres humildes, indios en su mayoría, que en su calidad de posesos obraban maldades escalofriantes. Lima, tuvo casas sobre las que llovían piedras, cuyos muebles cambiaban de lugar en un apagar y encender la luz; huertas en las que aparecían impresas pisadas inhumanas. Encargados de una guerra particular contra el demonio, los jesuitas practicaban exorcismos en la Catedral de Lima, tal como mandaban los cánones antiguos, de noche, a veces con capuchas medievales, a la luz de antorchas, gritando conjuros y arrojando agua santa sobre los encadenados que vomitaban espuma y aullaban palabras incomprensibles.
A la vez, en la capital florecían grupos de espiritistas: los había ortodoxos, los que mezclaban la hipnosis con la clásica mesa de 3 patas, y divertidos tramposos especializados en diversidad de fraudes, pero existían algunos testimonios “creíbles” de la intensa actividad espiritista de los limeños de la época: mensajes escritos al revés, con perfecta caligrafía y solo legible, puesta contra un espejo, o cartas en sánscrito, autenticadas por el único experto en esa lengua muerta que existía en la Universidad de San Marcos; dibujos que replicaban obras maestras de grabadores europeos, hechos por la mano izquierda por un médium que, fuera del trance, era incapaz de trazar un círculo aceptable.
En Huancavelica, Carrasco era el líder de los espiritistas: en su casa habían levitado pesadas mesas coloniales, habían flotado libros, en fin, habían ocurrido prodigios de los que el vecindario hablaba a media voz. Una tarde, Carrasco conoció a un jovencito que, a juzgar por el doctor, reunía las características de un médium nato: Manuel Cenzano.
“¿Cómo te llamas?”, Cenzano, doctor. “¿Hijo de Don Manuel Cenzano? Sí, doctor. “¿Y qué problema tienes, que andas todo rotoso?”. Usted sabe, doctor, pasamos por una mala temporada,… fue su conversación. El doctor se lo llevó a su casa.
Don Manuel Cenzano había sido el más afortunado buscador de minas del Huancavelica y los andes del sur. Era, además un experto en la alquimia de su tiempo: despreciaba a los ingenieros. Para refinar y mezclar metales, nadie lo superaba,... y también había sido protector de Don Celestino, financiando sus primeras actividades políticas. Luego, cuando los negocios de Cenzano vinieron a menos, ya demasiado alto, el cabrón de Celestino “no recordaba” a su antiguo benefactor. Manuelito, su hijo, pasaba hambre, pese a ser el auténtico ahijado de Celestino Manchego.
Esa misma noche de su encuentro, Carrasco le hizo unos pases hipnóticos a Manuelito y lo dejó como piedra. Para constatar su hipnosis profunda, le clavaron agujas de arriero en las mejillas. Durante los meses que siguieron, Manuelito Cenzano se convirtió en la sensación del espiritismo: caía en trance profundo y lo poseían almas importantes, algunas francamente antiguas y, a cambio de ejercitar sus aptitudes, dormía en la casa del doctor Carrasco, recibiendo una propina los sábados.
Después se fue de Huancavelica: al fin la memoria de Don Celestino le dispensó una beca de interno en el Colegio Guadalupe de Lima, pero no duró la tranquilidad de Manuelito Cenzano; Cayó Leguía, se derrumbó Manchego y le cancelaron la matrícula; se convirtió en réprobo. A su vez, el doctor Carrasco ascendió políticamente y volvieron a encontrarse en Lima: Cenzano deambulaba por las calles sin un centavo en el bolsillo y no había comido en dos días. “No te preocupes”, le dijo el doctor; lo alimentó, vistió y llevó a su casa. Ya vinculado a importantes espiritistas de la capita, lo presentó un sábado como un gran médium; al igual que en Huancavelica, Manuelito causó sensación: era único, verdaderamente inigualable. Se los disputaban para formar “mesas”. Como era pobre, al final le obsequiaban una generosa colecta. Manuelito nunca pedía: se dejaba regalar.
El destino quiso desde mucho antes, que el entonces joven César Atala, conociera a Manuelito Cenzano. Atala era amigo de la infancia de su hermano, Tomás Cenzano. César Atala, era hermano menor del fundador, en 1930 del APRA en Huancavelica y que después de la primera persecución aprista, asumió el cargo de Secretario de Defensa. En 1936, cuando El General Oscar R. Benavides anuló las elecciones, el APRA volvió a la clandestinidad. Al explotar la revolución aprista, Carlos Atala decidió capturar el cuartel de la ciudad. No había tropa ahí en esos tiempos: solo guardias con grados de oficial. Nadie recuerda cual era su función precisa; tal vez solo eran militares de lujo, que servían de ayudantes del Prefecto. Aparte de eso, solo habian en Huancavelica menos de medio centenar de guardias civiles. Carlos Atala, era amigo de los guardias: aprovecharía eso para entrar de noche al cuartelito con un grupo de muchachos, y decidió también llevar a su hermano César. Capturaron fusiles y le cuartel, mientras otros apristas obraban por su cuenta. Había complotados entre la Guardia Civil; hubo disparos y muertos. Antes del amanecer, los jóvenes apristas se habían adueñado de la ciudad. Pero luego todo salió mal: en vez de propagar la insurrección, se atrincheraron en la ciudad. No tardaron en llegar tropas regulares para recapturar Huancavelica. Los hermanos Atala subieron a la torre de la iglesia matriz con un fusil y una bolsa de cartuchos: desde ahí impidieron al ejército tomar la plaza de armas. Vieron desde ahí entrar a la Prefectura al secretario general, Cirilo Cornejo y los suyos, a la Prefectura. Sonaron balazos. Carlos Atala decidió ver qué ocurría. Regresó junto a su hermano con la noticia: asesinaron al Prefecto a sangre fría. Había que escapar. 40 días estuvo en el monte César Atala. Ignoraba el destino de su hermano. Al fin cayó, con hambre y desarmado.
(CONTINUARÁ,...)
(FUENTE: "La revolución imposible", de Guillermo Thorndike.
Interesante cronica cuando continuara
ResponderEliminarestá completa en este blog. Sé que la disfrutarás, amigo lector.
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