La casa embrujada más famosa del Perú cuenta con gran cantidad de leyendas urbanas, las cuales se han ido alimentando y retroalimentando con el paso del tiempo: su historia es tan apasionante y enigmática –ya sea verdad o sólo una leyenda-, que la prestigiosa publicación peruana “Etiqueta Negra”, le dedicó un artículo, en su edición número 73, y la cual reproducimos aquí, en homenaje a esta publicación, la cual nos enorgullece a todos los peruanos, y para incluir en este humilde blog, el compendio de las leyendas urbanas existentes acerca de esta residencia fantasmal.
Los fantasmas de la Casa Matusita
Un artículo de: Carolina Martín.
Todo el mundo en Lima sabe dónde queda la Casa Matusita. Es una residencia antigua ante la cual los que creen en historias de fantasmas recomiendan pasar con respeto; y los que no creen, aconsejan lo mismo, por si acaso. Todos han escuchado historias sobre la segunda planta de esa casa del Centro de Lima, de aparecidos o experiencias terroríficas, y muchos aseguran saber algo. El paroxismo del rumor estalló una tarde de mediados de los años ochenta en que un taxista dejó en su destino al único hombre de quien existía la certeza de que entró al recinto prohibido, el desaparecido presentador de televisión Humberto Vílchez Vera. «Ése es Vílchez Vera, el que entró a Matusita», dijo el taxista reconociendo a su pasajero, con aire de quien revela un secreto flagrante. «Lo sé porque yo lo traje de la casa aquella noche. Lo recogí medio loco echando babas verdes por la boca», aseguró. Dentro del automóvil una joven agraciada le corrigió con un acento colombiano. «Señor, eso no es cierto. Él jamás entró en Matusita». El taxista, quizá confiado por el acento extranjero de quien le hablaba, le increpó. «¿Y usted cómo lo sabe?». «Porque el señor Humberto Vílchez es mi esposo», respondió la mujer. El taxista agachó la mirada, pidió disculpas y continuó mudo el resto del camino.
Los muros de ese segundo piso están impregnados de misterio. Hay quien jura y perjura que la culpa de todo la tuvo Parvaneh Dervaspa, una bruja inglesa «descendiente directa del Imperio Persa», según se repite en numerosos foros de internet. Ella llegó a Lima en 1753, «cuando las aguas del puerto del Callao se encontraban extrañamente embravecidas para la temporada». Un año después la Santa Inquisición la quemó. La historia tiene cierta dosis de romanticismo, pero también un importante error: la que sería conocida como Casa Matusita no fue construida hasta casi un siglo y medio después. También se dice que la construcción fue el escenario de un asesinato masivo: 1) Un hombre de origen asiático encontró a su esposa con otro, la mató y después acabó con la vida de sus hijos. 2) Una española terminó con su marido porque la maltrataba, y también se deshizo de su descendencia. 3) Dos criados, en venganza contra su tirano amo, le pusieron una droga en los alimentos durante una cena de gala para que hiciera el ridículo, aunque los efectos se desbordaron y todos acabaron descuartizándose los unos a los otros. En cualquiera de los casos, la leyenda continúa con los fantasmas de esas víctimas adueñándose de la casa y castigando a todo aquel que ose entrar en el segundo piso (el primero siempre ha estado libre del horror). Y siempre, siempre, se da cuenta de ruidos de muebles que se mueven, cadenas que se arrastran, sombras y apariciones.
Ni los archivos históricos de la Policía ni los tres tomos de Historia de la noticia, de Jorge Salazar, que recoge un siglo de crónica roja en el Perú, dan cuenta de un suceso sangriento en la zona siquiera similar. Entonces, ¿a qué se debe atribuir esa leyenda de horror? La propietaria de la casa es una mujer de noventa y seis años, que goza de buena memoria. Se llama Lidia Andrade Fernández viuda de Thierry, y recuerda con cariño todos los años de felicidad que pasó en el segundo piso con sus cuatro hermanos y sus padres. Ellos compraron la casa en 1925. Andrade vivió allí desde los doce años. Recuerda muy bien los detalles: los techos eran «altos y las cornisas hermosamente talladas»; había dos salas, un comedor, un «escritorio de papá» y un «balcón redondo en la esquina de la casa y que hoy ya no existe. Un balcón único en el que a mí me encantaba estar, porque desde ahí veía las dos calles». La señora Andrade sólo tiene recuerdos gratos y se enoja cuando alguien menciona los fantasmas. La única persona que falleció en esa vivienda –recuerda en la casa donde ahora vive, en un barrio residencial de Lima– fue su padre, un hombre tan «amado por el pueblo» que el propio presidente Augusto B. Leguía le llamaba El Presidentón. Murió de una muerte natural. Su esposa quiso evitar los recuerdos dolorosos y por eso, al enviudar, a mediados del siglo pasado, se marchó de la casa con sus hijos. Ésa fue la única sombra auténtica sobre el predio familiar. Una historia como la de cualquier familia libre de grandes misterios.
Si alguna vez hubo una maldición, fue la que el imaginario colectivo cargó sobre algunas personas durante décadas. Al presentador de televisión Humberto Vílchez Vera, por ejemplo, le consideraron loco durante años. Todo porque se le ocurrió, a finales de 1966, anunciar en su programa Bingo en domingos gigantes, de la cadena Panamericana Televisión, que entraría a la Casa Matusita para ver si allí había espectros. Ahí mismo empezaron los entuertos. Según una versión, Vílchez ingresó solo, con una cámara de video en la mano, y dos horas después salió botando espuma por la boca. «Sucedido el hecho –dice un relato colgado en internet–, el animador tuvo serias complicaciones psicológicas, por lo que fue recluido en un manicomio por un período de trece meses. Nunca más se supo de él». Es una verdad a medias. O sea una completa mentira. El periodista estuvo en una clínica, sí, pero ingresó antes de la fecha de su supuesta hazaña. Había caído víctima de un surmenage (un síndrome de fatiga crónica) producido por las anfetaminas que consumía para mantenerse activo. «Nunca se hizo la gestión para que entrara en la casa. Yo le hubiera acompañado. La realidad es que estuvo enfermo y así lo dijo cuando regresó a su programa, pero nadie le creyó. A partir de entonces fue motivo de burlas. La historia le hizo mucho daño, él murió con esa pena», me dijo su viuda Olga Lucía, que vive en Colombia, durante una conversación telefónica.
Es casi imposible conocer el origen de un rumor tan arraigado al imaginario popular. Ladislao Thierry, hijo de doña Lidia Andrade, tiene dos explicaciones. La primera está relacionada con los famosos ruidos en la casa. Durante años, dice, tuvieron un guardián para que no robaran las pertenencias familiares que permanecían en el segundo piso de la casa. En el primero, funcionaba la ferretería Matusita (de allí el nombre con el que se conoce a la casa). El empleado llevaba un nombre a prueba de espíritus: Santos San Miguel. «Un hombre muy bueno que, sin embargo, le daba a la bebida los fines de semana –dice Thierry, en casa, al lado de su madre–. Él era el que en ese estado movía los muebles de lugar y a veces cambiaba las rejas de sitio». La segunda explicación tiene que ver con una nueva leyenda urbana con aroma a teoría de conspiración política. Hacia mediados de los años sesenta (y durante varias décadas), la embajada de los Estados Unidos funcionaba al frente de la casa. Un día, dos delegados de la sede diplomática buscaron a una tía de Thierry. En aquel momento la casa seguía desocupada. Los hombres le pidieron que, por favor, tapiara las ventanas del segundo piso, por un tema de seguridad. Era la época de la Guerra Fría. La mujer preguntó si le pagarían mensualmente por ello, pero los hombres dijeron que sólo asumirían el costo del tapiado. «Mi tía dijo entonces, riendo, que alquilaría la casa a la embajada de Rusia. Un mes después comenzaron los rumores», comenta Thierry.
Esta teoría también es apoyada por la viuda de Vílchez, el presentador de la televisión. «Fue algo muy extraño. Nadie le creía. Él no tuvo la culpa de estar enfermo. Yo siempre sentí que estaba siendo utilizado. Algo había allí y no eran fantasmas. Creo que lo suyo pasó en el momento perfecto, y siempre es más fácil usar a la gente famosa para inventar historias», señala Olga Lucía. Hoy, en el área alrededor de la vivienda, ya no está la embajada de los Estados Unidos, sino una clínica privada. En la segunda planta de la casa, tampoco hay muebles. Ni espejos. Ni ropa. No están ni las escaleras de mármol que permitían el acceso a la vivienda: las robaron. Por eso –dicen los propietarios– no permiten a nadie subir a la casa. «Podría ser peligroso», advierten.
Sea como sea, la historia de la casa no ha impedido que sea habitada por terceros, al menos la primera planta. Ahora es sede de un banco que se instaló allí cuando la ferretería Matusita, que bautizó el inmueble para la posteridad, dejó de funcionar allí. Los directivos del banco quisieron comprar toda la casa, pero ante la negativa de los dueños, alquilaron sólo el primer piso. Iban a rentar el segundo, pero un estudio de factibilidad les indicó que remodelarlo era demasiado costoso. Entonces decidieron dejarlo como estaba, con esa apariencia espectral que sigue alimentando la imaginación de toda una ciudad. El acuerdo entre ambas partes impide que esa parte de la vivienda pueda ser alquilada. El banco la considera en su sistema de seguridad y, por la noche, cuando las puertas se cierran, toda la casa es recorrida por los sensores de movimiento que protegen las bóvedas de presencias no deseadas. Hasta la fecha sólo una vez se han abierto las puertas de la entidad sin explicación alguna. Nadie se llevó nada.
En la oficina bancaria, hay empleados que no le tienen miedo a los fantasmas. A las pocas semanas de haber llegado al local, los trabajadores apostaron una caja de cervezas para el primero que subiera al segundo piso, el sector «embrujado». Héctor Ojeda, asesor senior de la entidad, lo hizo con la ayuda de la linterna de su celular. Después de esa vez, otros también entraron. Tras el terremoto del 2007, todos los vidrios del segundo piso reventaron y hubo que subir a cerrar las contraventanas. En dos ocasiones más, junto a varios de sus compañeros, Ojeda volvió a subir para poder contemplar la procesión del Señor de los Milagros, para rabieta de los supuestos demonios.
A pesar de la remodelación de su frontis, la casa mantiene su halo de misterio. Los propietarios niegan con énfasis cualquier indicio de presencias paranormales, pero en el 2006 un miembro de la familia tomó una extraña fotografía en el interior. La imagen muestra a Jéssica, nuera de doña Lidia Andrade, reflejada en el espejo de un armario. El detalle no tendría nada anormal si no fuera porque en el momento de la sesión Jéssica no estaba en la casa.
(FUENTE: Etiqueta negra, núm. 73, “Los fantasmas de la casa Matusita”, por Carolina Marín y fotografía de Armando Andrade)
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