Robertson Davies, prestigioso escritor canadiense y profesor de la Universidad de Toronto, tenía la costumbre de sazonar las cenas navideñas que organizaban anualmente para el cuerpo docente del centro académico con un cuento de fantasmas. El volumen recopila la completa totalidad de los relatos, desde que inició la sorpresiva rutina hasta su jubilación: dieciocho relatos, que divagan entre amables e hilarantes historias de fantasmas situadas en el mismo espacio desde el que se cuentan.
Pero como la literatura no es tema sino tono, han de estar atentos a las formulaciones con que se desvelan los espectros y no esperar el asombro o el terror, al contrario, son fantasmas desenfadados, normalmente personalidades de la historia canadiense enfurruñadas e infantiles, aunque también visiones cercanas al ámbito académico, y es desde esa ambientación académica desde la que se repasan irónicamente situaciones, burocracia o investigación, no muy alejados de los de cualquier otra universidad de cualquier otra época. Así que la expresión se encuentra cercana a la de aquellos mundos de espectros de Dickens –que incluso aparece en uno de los relatos–, de Oscar Wilde, e incluso se sitúa muchas veces cercano a Arthur C. Clarke y sus cuentos de los viudos negros, no en vano muchas de las historias de Davies se inician en la ‘High Table’ una reunión de profesores similar a las del autor de ciencia ficción y con un invitado que capta la atención y la sorpresa. Atiendan como ejemplo a la parodia de Frankenstein que es ‘El gato que fue a Trinity’ –la universidad necesita un gato, imagínense– o ‘El banquete de Charlottetown’, en que un banquete fantasmal recrea una histórica cena canadiense.
Y en eso estriba el otro sentido de “Espíritu festivo”, que se dirige a esos fantasmas burlones, irreverentes, muchos de ellos soberanos de Inglaterra como la reina Victoria, que ahuyenta a una cohorte de almas en pena que intentan hacer el pino y aúllan cuando se caen, o Jorge V, que busca desesperadamente un sello valiosísimo con el que envió una misiva a la universidad. Incluso el demonio que aparece argumenta con burlona convicción que él ha sido quien ha creado la navidad. Quizás lo que peor haya resistido sean las diatribas contra circunstancias sociales que asaltaban el mundo occidental en los años setenta –de esa década son los últimos relatos–, amables parodias con fondo reaccionario contra el movimiento hippy, el rock o el feminismo. En todo caso, se le perdonan estas salidas de tono –seguramente no hizo más que recoger preocupaciones del conservador por naturaleza mundo docente– mientras nos sigan alegrando tantas escenas, Einstein debatiendo con el limbo de los héroes infantiles de novela o el ejército de decoradores cool que hacen que los seres fantasmales se exilien de sus acogedores castillos.
(FUENTE: efeeme.com)
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