Un relato de: Reynaldo Silva Salas.
La ciudad donde yo vivo, Arequipa, en el sur del Perú, se halla rodeada de montañas. Los antiguos peruanos tenían por tradición señalar a una montaña o pico de cierta importancia en una comarca como el guardián o protector de la región – denominándolos “Apus”-, y convirtiéndolo en un monte sagrado, en una divinidad. No es raro por tanto, encontrar que existen muchísimas leyendas, mitos e historias sobre cada uno de ellos. Mi ciudad cuenta con tres de ellos: dos volcanes extintos y un nevado: curiosamente, el guardián tutelar de la ciudad, el Misti, es el único que no tiene nombre incaico. Se dice que los incas lo "maldijeron" en un pasado remoto, condenándolo a no tener nombre, según dicen por que algo muy terrible pasó ahí. Desde siempre se han contado historias sobre los raros sucesos que tienen lugar en las faldas de ese volcán, y fue precisamente lo que descubrimos mis amigos y yo aquella noche....
Ocurrió en 1990. En aquellos años se realizaba en la ciudad una maratón de ascenso al volcán con motivo del aniversario de fundación de la misma. Yo ya había participado el año anterior en la misma, y animé en ese año a tres compañeros del colegio: Omar, Juan Manuel y Luis. Era nuestro último año de secundaria y ellos consideraron que podría ser una interesante experiencia; además, el hecho de que aún estábamos en el colegio hacía que, gracias a la práctica constante de deporte en esa época –y sin tabaco ni alcohol,... por lo menos, no mucho-, no teníamos pues temor de que semejante prueba nos fuese algo insuperable.
Tras inscribirnos y pasar las pruebas médicas, nos sentíamos importantes reunidos con los demás participantes, en las charlas informativas, sentados junto a maratonistas bolivianos y africanos que también habían llegado para participar; definitivamente iba a ser una gran aventura. La mañana de la partida, todos estábamos reunidos en la plaza de armas de la ciudad, portando nuestras mochilas y con un número de control en el pecho. Tras darse la partida, los cuatro comenzamos a trotar atrás del grupo; no participábamos por el premio en metálico ni por fama, sólo queríamos conocer un lugar nuevo, nuevas experiencias,… pero no puedo negar que nos sentíamos muy bien al cruzar la ciudad, mientras la gente salía y nos aplaudía, como a todos.
Cuando comenzamos la lenta ascensión al volcán, las cosas realmente se pusieron buenas: una cosa era trotar por el asfalto y otra muy distinta las laderas de un volcán, algo escarpadas y compuestas de una mezcla de tierra suelta y ceniza vieja. El sol realmente abrazaba y la desazón cundió en nuestro pequeño grupo al ver que tardábamos demasiado en ascender la primera loma,… mientras que una radio anunciaba por medio de altavoces, que ya había llegado el primer maratonista a la cima.
Convencidos de que no habría ya una emotiva competencia (por lo menos para nosotros), decidimos tomarlo más bien como una excursión al campo, y sin importarnos ya que los demás competidores nos rebasasen. Cada uno de los integrantes de mi grupo tomaba las cosas a su manera. Luis, el más fornido y deportista de todos, era casi una máquina y ni siquiera movía un músculo del rostro cuando asaltábamos una elevación difícil. Juan Manuel, algo soñador, lo veía todo como una aventura y francamente lo disfrutaba. Yo, por mi parte esperaba no ser derrotado por el volcán (el año anterior no había podido llegar a la cima), y trataba de esforzarme. Omar, el eterno negativo del grupo, al poco rato ya refunfuñaba por el sol aplastante y el polvo. A casi una hora de avanzar por las faldas del volcán, se hizo el silencio: la ciudad quedaba atrás y no se sentía ni el vuelo de una mosca en la desértica inmensidad del lugar: era un silencio inquietante que no he vuelto a sentir jamás.
De pronto, al terminar de rodear una loma, nos dimos de lleno con algo que no esperábamos: un cementerio clandestino. En muchas ciudades de mi país es común que los más pobres eviten enterrar a sus difuntos en los cementerios oficiales por los altos costos, así que, simplemente buscan un lugar algo alejado de la ciudad y los entierran ahí. Con el paso del tiempo, otros les siguen el ejemplo. No es raro también que ahí se entierren personas que murieron de formas, digamos que "oscuras". Alguna vez había visto algunos, desde el asiento de un bus, al viajar.
Este en particular era inmenso: cientos, quizás miles de cruces sembraban el suelo en total desorden. No había nadie ahí y mi grupo de amigos y yo comenzamos a cruzarlo con el cauteloso silencio y respeto que uno tiene al ingresar en un camposanto. Definitivamente nos habíamos perdido: ¡en ningún punto de la ruta del maratón se indicaba que debíamos atravesar un cementerio!. Al comentarles eso al grupo, todos decidimos que lo mejor era ir hacia el otro extremo del cementerio, ya que remataba en una colina bastante alta y desde ahí podíamos tratar de avistar a los otros competidores.
Mientras lo cruzábamos, no dejábamos de sentir una rara sensación de ser observados. Prácticamente todos comenzamos a mirar esas cruces que mostraban con caligrafía de primaria, los nombres, fecha de nacimiento y defunción. En algunos casos tenían al centro de la cruz las fotos de los difuntos, que parecía que nos seguían con sus miradas vacías. Realmente nos sentíamos unos intrusos en aquel lugar. El viento comenzaba a soplar, agitando las coronas de flores de papel, llenado de pronto el lugar de mil y un sonidos extraños.
Al final de nuestro grupo, Omar se había quedado leyendo la inscripción de una cruz muy grande, de color negro: la miraba mientras mascullaba algo. El había estado particularmente molesto desde hacía buen rato: el calor, el polvo que levantaba el viento, todo en su conjunto, le estaban haciendo pensar que debía desquitarse del trance de alguna forma. Sin razón alguna, levantó el pie y soltando un insulto, echó al piso la cruz de una patada. "¡Que haces loco!" -, le resondré. "¡Bah! -respondió encogiéndose de hombros-,"ya están muertos, ¿a quién le importa?,…".Todos los demás se aunaron a reprochar su proceder. Sin hacernos caso, Omar comenzó a caminar hacia la colina. Juan Manuel se apresuró rápidamente a volver a colocar la cruz en su sitio.
Tras ese incidente, no tardamos mucho en llegar a la cima de la colina: pudimos observar a los demás competidores y corrimos a retomar la ruta. A partir de ese momento, todo el resto del trayecto transcurrió en medio de bromas, risas y fotos para el recuerdo. Nos olvidamos de lo que hizo Omar; en realidad éramos grandes amigos y no podíamos estar molestos mucho tiempo.
Al caer la tarde, tratamos de apresurarnos para llegar al campamento base, ubicado a la mitad del volcán, para pernoctar y luego subir a la cima, para ver el amanecer desde ahí,... pero el ascenso era difícil y la noche nos agarró casi 400 metros más abajo. De nuevo solos, nos aprestamos a pasar la noche: nos abrigamos con todo lo que llevamos, comimos algo y, como no habíamos llevado una carpa, comenzamos a excavar un poco en la tierra para colocar ahí nuestras frazadas para dormir hombro con hombro y darnos calor: un viejo truco para pasar las frigidísimas noches en los andes. Rápidamente la temperatura bajó a cero grados. Como no había ahí nada que quemar, nos contentamos pasándonos una botella con un poco de pisco que habíamos llevado. Habíamos escogido para pernoctar un andén abandonado al lado del camino de ascenso al campamento, donde había un horno de carbón natural, también abandonado. Frente a él descansaba un inmenso peñón al lado del camino.
El frío nos obligó muy pronto a acostarnos lado a lado; la vista era excelente: veíamos así acostados el camino por donde habíamos venido, y muchos kilómetros más allá, las luces de la ciudad. Alzando la vista, podíamos ver la preciosa noche estrellada y la lluvia de estrellas fugaces de agosto. Pasaba la medianoche cuando, conversando de trivialidades, "algo" que se hallaba detrás de nuestras cabezas,… y que hizo llegar a todos nosotros una ventisca helada, mucho más helada, si es que podía sentirse aún, en aquel lugar: sorprendiéndonos, un tipo cruzó por en medio de nosotros, que permanecíamos acostados en el suelo.
Nos quedamos helados: era un hombre, de mediana edad, vestido con pantalón ligero, camisa blanca de manga corta y unos zapatos bastante pasados de moda. Nadie dijo nada, ¡en verdad nadie supo como reaccionar!, mientras el sujeto ese caminaba por el andén para terminar sentándose en una roca frente a nosotros, y observándonos muy fijamente. Casi instintivamente, todos comenzamos a mirarlo, a la vez que sacábamos nuestros cuchillos de monte, y que todos habíamos llevado. Un fuerte destello que salió de donde estábamos (el cual explicaré luego), lo iluminó por completo. Ahí lo pudimos ver con detenimiento: tendría unos 30 años, y por el pelo largo con patillas, y zapatos con un enorme taco, se diría que vestía a moda de los sesentas. Lo que nunca olvidaré era su mirada fija y dura. Estaba molesto y parecía que nos odiaba. No sabíamos que hacer.
Omar, que era algo más resuelto finalmente le habló: "¿quién eres?,…” -preguntó primero sin recibir respuesta-, "¿este andén es tuyo?". Nada: el sujeto ese sólo nos miraba. Sentado y sosteniendo su cabeza con ambas manos. Finalmente, y sin explicarnos por qué, Omar le pidió que nos permita quedarnos ahí y le pidió disculpas. Tras unos minutos que parecieron eternos, se incorporó y afirmando con la cabeza, como un matón de barrio, que así te hace saber que espera volverte a ver, comenzó a caminar hacia atrás del peñasco.
Preocupados de que fuese un delincuente y que tuviese compañía, Omar, Luis y yo corrimos tras él, mostrando los cuchillos. Apenas llegamos al peñón, nos dimos cuenta que el sujeto simplemente se evaporó.
"¡Trae las linternas!"- le gritó Omar a Juan Manuel, que se había quedado atrás petrificado de miedo. No tardamos casi nada en desgarrar la oscuridad de la noche con la luz de las linternas: no había nadie ahí. El camino que habíamos recorrido estaba ahí desierto,… ¡habíamos tardado casi media hora en subirlo y era imposible que alguien lo bajase en el escaso minuto que el desconocido había tardado!!!.
Salvo el peñón, no había dónde ocultarse: Todo el lugar era monte pelado. Regresamos adonde dormíamos a insistencia de Juan Manuel, que estaba sumamente nervioso. Las preguntas comenzaron a aparecer: ¿quién era?, ¿qué quiere?, ¿en mangas de camisa con este frío de -5 grados?, ¿de dónde viene si la ciudad está a kilómetros?, ¿un loco? un ladrón?,... no teníamos respuesta alguna.
Al regresar adonde estaban nuestras frazadas, Omar me llevó a un lado mientras Juan Manuel trataba aún de encontrar al desconocido con la lámpara. "Mira" -me dijo. ¡Se me heló el espinazo: el tipo había pasado por en medio de Omar y de mi,... pero las frazadas no tenían ninguna huella encima,... era como,... si el tipo hubiese levitado encima,... o que no tuviese pies,...!!!! Aquella noche decidimos hacer guardia por turnos: en realidad nadie casi durmió. Juan Manuel fue el primero y yo lo veía de rato en rato, mirando nerviosamente a la oscuridad, aferrando su cuchillo, sobresaltándose cada vez que el viento ululaba. Fue una noche muy difícil.
Al día siguiente, despertamos muy tarde. No ascendimos al campamento base. En verdad, todos nos queríamos ir de ahí ya. Casi no hablamos del asunto en el trayecto de regreso; nadie sugirió siquiera seguir la ruta del cementerio. A media mañana, casi llegando a la ciudad, Juan Manuel se detuvo a tomar una última foto del volcán, y que se erguía majestuoso aquella mañana soleada. Ahí nos lo contó:
"…¿Saben?, casi me olvido: le tomé una foto a ese tipo anoche". Todos estallamos en júbilo. Hasta ese momento, todos pensábamos que habíamos tenido visiones. Si había una foto, teníamos una prueba de que diablos había pasado. Comenzamos a caminar alegres, hasta alguien se atrevió a decir que, si se trataba de un fantasma, podríamos ganar buen dinero vendiendo la foto a una revista extranjera. Días después pudimos ver el rollo revelado: la foto esperada no existía. Lo natural es que en una noche tan oscura, saliese una imagen también oscura, pero no,... la foto salió totalmente blanca, como si en vez de haber tomado un peñasco, hubiese Juan Manuel apuntado la cámara contra una hoja de papel. Para los entendidos, no tiene ningún sentido. Otras fotos que nos habíamos tomado en el mismo lugar unas horas antes, estaban oscuras, pero nosotros sí salíamos muy nítidos.
Ahora que todos tenemos ya casi 50 años de edad, no es raro que recordemos acerca de lo sucedido, cada vez que nos reunimos. Aún somos muy buenos amigos. Con Omar hablo de vez en cuando de aquella noche; él cuenta la anécdota cada vez que puede, y su rostro se vuelve sombrío cuando le preguntan acerca de que cree él que ocurrió: ".....en verdad, no lo sé..."-, responde gravemente. Un día le pregunté yo, si no creía que pasó aquello por que él pateó esa cruz en el cementerio. Omar se sorprende y dice que no recuerda haber pateado ninguna cruz,... pero yo sé que miente.
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