La exposición 'La mano guiada' explora en el MNAC la obra de Josefa Tolrà y Madge GIll, dos creadoras y médiums que , sin conocerse, forjaron un fuerte vínculo artístico.
Josefa reproducía lo que le decían los llamados seres de luz. Madge, por su parte, dibujaba aquello que los «ojos no pueden ver». No se conocieron y es poco probable, por no decir imposible, que la una supiera de la existencia de la otra. Y, sin embargo, desde países y sensibilidades diferentes, desde Cabrils la primera y Londres la segunda, forjaron un vínculo irrompible: el del arte susurrado al oído desde otra dimensión. Los saberes esotéricos y el automatismo del estado alterado de la conciencia como puerta de acceso a la «esencia y el origen del arte».
«Forman parte de una genealogía del arte de mujeres que, lejos de la vanguardia estética europea, configuran una retaguardia mística que desde el espacio doméstico llena el exilio interior de una intensa experiencia psíquica y una poderosa creatividad», leemos al poco de ingresar en el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC).
«Son artistas de vasta producción que nunca pensaron ser reconocidas con esta condición, pues no creaban sus obras con voluntad estética o comercial», añade Pilar Bonet, comisaria de 'La mano guiada', exposición que reúne en el museo barcelonés la «obra singular y casi inédita» de Josefa Tolrà (Cabrils, 1880-1959) y Madge Gill (Londres, 1882-1961).
Dos mujeres hermanadas en el duelo y en el poder balsámico del arte y dos creadoras que desbordaron con su trabajo «el arte académico» gracias, entre otras cosas, al desarrollo del «dibujo psíquico, la escritura automática y una obra textil de belleza singular». Singular y, según se mire, también inquietante. Ahí están las caras de Tolrà, con esos ojos como de sima abisal, compartiendo espacio con los suelos de damero y las florescencias siderales de Gill. El arte, nunca mejor dicho, como espejo del alma.
Duelos compartidos
Porque mientras que Tolrà, nacida en una familia de campesinos, empezó a dibujar «guiada por los espíritus» después de que su hijo mayor muriera en un campo de prisioneros de la Guerra Civil (el menor ya habìa fallecido en 1924); Gill, enviada a trabajar como jornalera a Canadá cuando era una cría y maltratada durante su paso por un orfanato, se refugió en el dibujo tras perder la visión de un ojo y sufrir, como Josefa, la muerte de dos de sus hijos. «Coinciden en duelos y procesos creativos, dibujan y bordan en las horas nocturnas, sin modelo ni pausas, utilizan alfabetos encriptados y sus mensajes son pacifistas, místicos, feministas y científicos», destaca la comisaria. De ahí que, además de lapiceros y pinceles, sus armas sean también la astrología, el péndulo, la magia, la meditación activa y la lectura del aura. «Su creatividad está conectada a las espiritualidades utopistas de principios del siglo XX en Europa e integrada en un cristianismo de base social», señala Bonet.
En la exposición, los abigarrados dibujos cósmicos de Gil y las siluetas espectrales de Tolrà, de quien también se muestran relatos y novelas manuscritas, son la proyección de unas «heridas del alma» que han dejado huella en museos como el Prado, el Macba, el Pompidou e incluso en la Bienal de Venecia de 2022, donde se presentó la obra de Tolrà. Todo un triunfo para dos mujeres que, sin formación artística ni literaria, jamás se consideraron artistas.
Al fin y al cabo, no era creadoras, sin mediums, y como tal firmaban sus obras: Madge como 'Myrninerest', nombre de quien guía su mano; y Josefa como 'Dibujo fuerza fluídica'. «Ellas recuperan los saberes y la creatividad de las mujeres, conectan con la función ancestral y protectora del arte, renuncian a la noción de autoría, aplican conocimientos esotéricos y ofrecen a las generaciones del siglo XXI inspiración para transformar el mundo desde una nueva ola de feminismo», sostiene Bonet.
Su conexión con el más allá, además, desborda lo puramente artístico: Madge Gill se introdujo en círculos espiritistas en busca de consuelo tras una vida marcada por el maltrato y la pérdida, y Josefa Tolrà buscó en la teosofía aquello no encontró en la vida terrenal. Tanto es así que la catalana percibía el aura de las personas, las ayudaba como sanadora y, por si fuera poco, se comunicaba con los muertos. Entre ellos, Jacint Verdaguer, Jacques Pasteur y Santa Teresa de Jesús. Se entiende así que entre 1941 y 1959 realizase más de un centenar dibujos que son «transcripciones de los dictados de los espíritus».
«Su experiencia visionaria se inicia en la comunicación con 'seres de luz', las almas,y revierte en una misión de vida que les permite ayudar a quienes lo necesitan a través de dibujos y predicciones», apunta la comisaria. También ellas, claro, buscan ahí consuelo a sus múltiples desgracias terrenales. «Sólo cuando dibujo me siento en paz», que llegó a decir Tolrà. «No hay principio ni fin en esta humana representación de lo que es invisible», zanja la comisaria.
(FUENTE: abc.es)
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