El primer intento no funciona. Hay algo, quizás la presencia de la grabadora, quizás la comida del restorán chino, que hace que las respuestas de Alvaro Bisama sobre Ruido, su reciente novela, suenen mecánicas, algo apagadas. Y aquello no sólo es por lo cada vez más difícil que le resulta al autor hablar de sus libros, por lo cada vez más complejo que se vuelve tomar decisiones a la hora de escribir (“porque es bien fácil repetir la misma novela”; “porque es bien fácil ser siempre un freak”, dirá), también porque desde Caja negra (2006) da la idea que en lugar de acelerar y repetir la maqueta que le ha reportado buenas críticas y fans, Bisama prefiere frenar, frenarse, frenar el lenguaje, tomarse más tiempo, masticar mejor. En suma, gastarse un año sólo en pulir esta historia que tiene como telón esa Villa Alemana donde alguna vez un adicto al neoprén creyó ver a la Virgen, y aquella alucinación, como se sabe, fue un virus que se propagó por Chile con ayuda y para beneficio de la dictadura.
Lo que no se sabe es qué pasó con algunos de esa generación que en 1983 eran niños, y que empujados por el tedio de la provincia subieron el cerro a ver las apariciones. Esa generación que creció viendo los programas religiosos los domingos por la mañana (todos hablaban del fin del mundo) luego, en la adolescencia, conoció el rock, el underground y un puñado de canciones que también hablaban del fin del mundo.
“El pueblo nos asfixiaba, pero era lo único que teníamos, la geografía del valle como un mapa de nuestros afectos, como las coordenadas de nuestro corazón. Algunos aprendieron a tocar instrumentos y fundaron bandas. Algunos se pusieron a coleccionar discos”, dice la voz fantasmal del narrador. “A veces, soñábamos con el vidente. A veces, soñábamos con Satán. Caminábamos por la casa y nos convertíamos en las sombras de nuestras propias habitaciones. Entonces, recordábamos”.
Ruido está elaborada en capítulos a modo de compartimientos, como un álbum de fotos, como una caja de casetes viejos escritos con letra borrosa. Bisama sabe, sin embargo, que la memoria no basta; que la memoria sin mirada es cualquier cosa, menos una novela. Pero, a su vez, descree cada vez más de los rigores de la forma. La etapa final de su doctorado en literatura en la UC le ha aclarado ciertas dudas al respecto, pero otras se mantienen en la nebulosa. Y desde ellas escribe.
“La primera película que vi solo en el cine fue La mosca, de Cronenberg. ¿Sabes lo que es eso en un cine de una ciudad chica? Tremendo, pero también fue algo muy azaroso, como tener la suerte de que hubiera una librería que traía buenas novelas y buenos libros de cómics”, explica sobre su infancia en Villa Alemana.
Ruido, que será presentada en la Feria del Libro de Guadalajara, es una novela ruda, pero escrita con cuidado. Por momentos da la idea de que fue hecha con metrónomo, con velocidad y precisión para ir rápido sin correr o para correr sin caerse. Aquello tiene que ver con la matriz del texto, una crónica del propio autor sobre los sucesos de Villa Alemana aparecida en el volumen Dios es chileno (2007).
“El proceso fue escribir de memoria sobre lo que pasó, de la misma manera como se quitan las capas de una cebolla”, explica en el segundo intento de entrevista, en otro restorán y sin grabadora.
Ruido es un título contundente para lo que propone: los recuerdos que se llenan de ruido.
La palabra fue apareciendo poco a poco dentro de la novela. No tiene una lectura religiosa, es un libro civil sobre todo lo que ocurrió. Además, estaba esta voz del narrador que no sabía muy bien desde dónde hablaba. A ratos era un murmullo, un ruido constante, algo que cruzaba la historia. Eso me permitió atrapar la novela como relato.
El lenguaje es menos explosivo que en sus otras novelas.
Es al revés de Estrellas muertas, que está armada desde los actos de habla. Acá tenía la sensación de que el libro debía sonar de otro modo, con una voz más neutra, y aquello también se dio de modo natural.
¿Qué pensaba de lo que ocurría a su alrededor cuando vivía en Villa Alemana?
Nada, qué podía pensar alguien a los 12 años. Lo encontraba divertido. Me acuerdo, sí, del calor que había, un calor insoportable, y de que yo fui el único en mi familia que subió al cerro.
(FUENTE: diario.latercera.com)
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