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martes, 23 de abril de 2024

¿Puede experimentar la IA fenómenos paranormales?

He cerrado mis diarios de 2023 anotando dos hechos aparentemente inconexos. Por un lado, la Sociedad Española de Parapsicología acaba de celebrar en Madrid el cincuenta aniversario de su fundación. Por otro, en Londres, la celebérrima casa de subastas Bonhams –fundada en el siglo XVIII por un «librero de viejo»– ha adjudicado por 442.000 euros un puñado de páginas manuscritas de Alan Turing, el impulsor de la moderna Inteligencia Artificial. Mi mente de novelista, viciada de conectar hechos en apariencia dispares, se ha electrizado. Entre ambos sucesos hay, aunque no se perciba, un sutil vínculo común.

La Sociedad Española de Parapsicología (SEDP) fue una organización que emergió en los últimos años del régimen de Franco. Registrada en 1973, enseguida reunió a un grupo de científicos y humanistas desencantados con la deriva del espiritismo o la superchería que rodeaba (y rodea) a adivinadores y gurús de todo pelaje. Ya entonces se confabuló para acercar el método científico al estudio de los fenómenos paranormales. No fue un camino fácil. En aquella década, asuntos como las «caras de Bélmez» –las pretendidas teleplastias que emergían del suelo de una destartalada vivienda rural–, o la conmoción generada por Uri Geller, que dobló cucharillas «con la mente» ante la masiva audiencia de aquella Televisión Española, pusieron a prueba su seriedad. Enseguida lograron impartir cursos de parapsicología en la sede de la Complutense en la calle San Bernardo –algunos, fueron incluso clausurados por la reina Sofía–, y su junta directiva se convirtió en habitual en las conferencias de los colegios mayores de la capital. Su intención fue convencer a los estudiantes de que la suya era una disciplina que podía y debía estudiarse con rigor.

Yo acudí a alguna de aquellas charlas, e incluso terminé afiliándome a la SEDP. Y no fueron pocas las veces que me hablaron de los notables experimentos de Percepción Extrasensorial (PES) que por aquellos años conducía el doctor Joseph Rhine en la Universidad de Duke. Rhine había diseñado un sencillo método para determinar si alguien tenía una supercapacidad paranormal. Usaba cinco cartas con símbolos impresos en una de sus caras –una cruz, una estrella, unas ondas, un cuadrado y un círculo–, y pedía que una persona las mirara en silencio, sentada frente al candidato que, sin verlas, debía tratar de adivinarlas. Si su número de aciertos superaba la probabilidad, entonces se consideraba la existencia de telepatía. Por hacer aún más complejos esos experimentos, Rhine llegó incluso a pedir a los «sujetos receptores» que adivinasen las cartas antes de que los «emisores» las sacasen del mazo. Buscaba probar la precognición.

Fueron, créanme, millones los «test Zener» –que es como se los llamó– que se hicieron en todo el mundo. Algunos implicaron a astronautas como Edgar Mitchell. Pero los primeros que se tuvieron por significativos se realizaron décadas antes, en los 40, por Samuel G. Soal, quien presuntamente demostró que algunos de sus «conejillos de indias», como Basil Shackleton, eran capaces de acertar muy por encima del azar. Sus conclusiones terminaron por llamar la atención del matemático, criptógrafo, filósofo e informático Alan Turing.

Y ahí empieza el vínculo.

En esa época, la misma de los papeles subastados ahora en Bonhams, el simpar Turing se había convertido en uno de los héroes de la Segunda Guerra Mundial. Su trabajo con un rudimentario ordenador construido en Bletchley Park, logró romper los códigos con los que los nazis se comunicaban. Su máquina («La Bombe») fue clave en la victoria aliada, pero también la precursora de sus ulteriores preocupaciones por el desarrollo de computadoras que pudieran emular el cerebro humano. Turing y su equipo nunca mencionaron entonces los extraños fenómenos que a veces rodeaban su trabajo. Las mentes del equipo parecían sincronizadas de un modo invisible; Turing llegó a incluso atar al radiador su taza de café para que no se moviera sola, mientras sus ayudantes veían cómo, en ocasiones, desaparecían cosas del laboratorio sin una razón lógica. Fue entonces cuando tropezó con el concepto PES y conoció los trabajos de Soal y Rhine. Cuando en 1950 publicó en Mind su famoso primer artículo sobre Inteligencia Artificial (IA), en el que se preguntaba si las máquinas podrían pensar, elaboró una lista de nueve objeciones a esa duda que iban desde la idea de que «pensar» es un don exclusivo del alma, a la de que una máquina jamás conseguiría desarrollar algo ni remotamente similar a la PES. «Supongo que el lector está familiarizado con la idea de la percepción extrasensorial y el significado de los cuatro elementos de la misma, a saber, la telepatía, la clarividencia, la precognición y la psicoquinesis», escribió. «Estos fenómenos perturbadores parecen negar todas nuestras ideas científicas habituales. ¡Cómo nos gustaría desacreditarlos! Desafortunadamente, la evidencia estadística, al menos para la telepatía, es abrumadora».

Pese al asombro de Turing, la parapsicología no ha logrado mucho crédito científico desde entonces. Sin embargo, el recuerdo de que grandes mentes como la suya defendieron ese campo de estudio es el mejor argumento para aplaudir el meritorio medio siglo de aproximación científica a lo paranormal que celebra en estas fechas la SEDP. Y lo hace justo cuando la IA que imaginó el «padre de los ordenadores» ha dejado de ser una utopía y es ya una realidad casi, casi, paranormal.

Quién sabe, quizá a ellos les toque resolver mañana una pregunta muy «a lo Turing»: ¿podría una IA experimentar (también) fenómenos paranormales?

Hagan sus apuestas.

(FUENTE: larazon.es)

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