El multifacético Parapsicólogo peruano Reynaldo Silva, se ha destacado, con el transcurrir de los años, no solamente en su área profesional, sino también en la narrativa y el cuento: acá les presentamos uno de sus cuentos de miedo, los cuales serán publicados en 2017.
La diminuta celda estaba totalmente invadida por las penumbras. La atmósfera era pesada. Apenas iluminados por una pequeña vela a medias consumida, Ho Peng y sus cinco compañeros se apretujaban en ese lugar negro, húmedo y que olía a muerte. Ninguno de ellos podía dilucidar su incierto destino. Se hallaban en absoluto silencio, tratando de adivinar por medio de las voces y sonidos que venían del exterior, qué pasaba al otro lado de la puerta cerrada.
El continuo concierto de voces, risas y exclamaciones de allá arriba, sobre sus cabezas, los desconcertaba. Todo el grupo tenía miedo. Se afligían pensando en que jamás volverían a ver su aldea natal, a sus padres, esposas o hijos. Estaban encerrados y de cuando en cuando escuchaban terribles imprecaciones de su señor y amo que, acompañadas por fuertes puñetazos contra una mesa. Anunciaban inevitablemente que se abría de nuevo una puerta que daba hacia donde estaban ellos, en el sótano repleto de celdas. Un hombre abría una de ellas y en medio de gritos y forcejeos arrastraba hacia fuera a un chino como ellos, que no dejaba de gritar desesperadamente en mandarín: “…¡NOOO, POR FAVOOR, YO NOOO!!!; ¡”HERMANO MAYOR”, PERDÓNEME LA VIDAAA”…!!! . El carcelero no le hacía caso o no le entendía, y sólo se dedicaba a llevarlo hacia arriba. Después de eso, nadie lo volvía a ver jamás.
Esperando su, según él, horrendo desenlace, Ho se arrodilló en el piso y sollozando, se arrepintió de las desacertadas decisiones que lo habían llevado ahí. La horrible sequía del verano pasado, lo obligó a él y a varios jóvenes de su aldea a abandonarla, haciendo el penosísimo viaje hasta Cantón, en busca de comida y trabajo. Una vez que arribaron a la ciudad, en el mercado, un hombre los convenció de embarcarse en un viaje; hablaba de un maravilloso país al otro lado del mar, donde había tanta comida que todos vivían satisfechos, mientras que las montañas vomitaban oro en cantidad. Ho no lo dudó y puso su marca en el papel; no sabía escribir así que no entendía el acuerdo que aceptaba. Sólo era un campesino. Cualquier cosa era mejor que sobrevivir en una comarca seca y en hambruna, dónde los padres sorteaban entre sus vástagos para ver quien serviría de alimento al clan familiar. Lo único que pudo enterarse tras estampar su marca en el documento, es lo que le dijo un hombre mayor de su aldea, algo más instruido: había aceptado ir a trabajar por cinco años a un lejano reino llamado “Pirú” o algo parecido.
Tras meses de recorrer el inmenso océano, finalmente vieron las costas de ese extraño reino: sólo eran playas desérticas, matizadas de cuando en cuando por algún fértil y estrecho valle. Esa fue la primera decepción que tuvieron. Al llegar al puerto, vieron pasmados que era inmenso, mucho más grande que el de Cantón, perdiéndose en la lejanía la larga fila de enormes barcos, que destacaban en el horizonte como un inmenso bosque. Era una nación de “narices largas” esa a la cual habían llegado; estaban por todos lados, vestidos extrañamente, luciendo sus sombreros altos. Sus mujeres llevaban pesados vestidos que envolvían sus cuerpos deformes, con una cintura que era delgada, como tallos de bambú. También había hombres de piel negra, así como hombres de piel del color del cobre, que cargaban bultos encogidos, como temerosos de ser castigados. Para Ho y los demás, ver a esos hombres fue un impacto tremendo, puesto que no habían visto gente así jamás.
Al cruzar la capital del reino, apenas podían seguir el paso de los otros chinos que los arriaban como bestias por las calles, debido a lo sorprendidos que se hallaban por lo que veían: la ciudad era extraña, pero a todas vistas opulenta. Los edificios eran altos, muy ostentosos, rodeados de amplios jardines o luciendo grandes esculturas. También vió Ho a varios chinos vestidos como los “narices largas”. Eso está bien –pensó Ho-, nos tratan como sus iguales. El chino que llevaba al grupo de recién llegados, gritaba instrucciones mientras caminaba: decía palabras en mandarín y cómo se decían en aquel país. Ho no entendía nada de esa lengua de palabras tan raras y largas. No hizo caso.
No se quedaron en la capital de reino. Los llevaron al norte; un viaje de muchos días. Arribaron a la finca donde trabajarían en el campo: era inmensa, casi un país. La casa del propietario “nariz larga” era inmensa. Ho llegó a pensar que trabajaría para un emperador: las tierras del poderoso señor se perdían en el horizonte, cerca de la mansión habían grandes edificios: eran fábricas. Una máquina de hierro que se movía en un camino también de hierro también le pertenecía. Al llegar al gigantesco galpón donde viviría con otros cientos de chinos, finalmente supo su cruel destino: serían esclavos que labrarían la tierra para el señor, por muy poca comida y una paga ridícula.
Apenas llevaba unos meses sufriendo el sol abrasador del campo cuando él y sus compañeros recibieron la orden de dejar sus tareas; irían acompañando a su señor a una villa cerca de la capital, les dijo el capataz. Ho se sintió satisfecho: los “coolies” que trabajaban al servicio del poderoso señor como sirvientes vivían y comían mejor. Al llegar a la villa, Ho no dejaba de ver las inmensas mansiones: eran mucho más elegantes de lo que había visto hasta ese entonces. Pensó que no existirían pobres en aquella villa de grandes señores. Pero todos parecían asustados: los nobles dirigían a cientos de sirvientes que, en grandes carros, cargaban los tesoros de las mansiones a toda prisa.
Conversando con otros sirvientes que sí entendían la lengua del país, Ho se había enterado de algunas cosas: el reino de “Pirú” se hallaba en guerra. Miles de hordas de salvajes de un vecino país al sur, lo había invadido. Por lo que observaba en las calles, Ho supuso que la guerra llegaba adonde ellos estaban. No entendía que venía a hacer su señor precisamente ahí. Supuso que su amo venía a hacer un trato con el general del ejército invasor. Trató de aliviarse pensando en eso.
El joven Gaspar Derteano sentía el olor del miedo mientras recorría las calles de Chorrillos en silencio esa mañana. Con apenas treinta años, había tenido el mundo a sus pies: único heredero de una de las fortunas más grandes del país, propietario de una hacienda del tamaño de Bélgica, ahora veía como todo se le iba de las manos. La maldita guerra esa lo estaba arruinando; los bloqueos navales le impedían exportar sus productos, sus inversiones en Valparaíso habían sido confiscadas y ahora que ya no le llegaba dinero a mares desde Europa, las deudas se acumulaban. Jugador empedernido, había despilfarrado una fortuna que siempre pensó que era inacabable. Por eso no tenía miedo a ir a Chorrillos cuando la guerra se acercaba a la capital.
Mientras se detenía en la casa de juegos de Laurent, la única que aún estaba abierta, pensaba que si no lograba ganarle la inmensa deuda que le debía, el maldito francés ese se quedaría con su hacienda. Esta vez debía ser el todo o nada. Fue recibido con silenciosa venia por parte del negro vestido de librea en la puerta. No había nadie en el elegante salón, salvo Laurent sentado frente a una mesa, barajando las cartas. El extranjero se creía inmune a los avatares de la guerra al haber colocado el pabellón de su nación en la puerta. Derteano, tras ordenar que lleven a sus “coolíes” a las celdas, se dirigió directo a la mesa. Fue una larga noche aquella. Gaspar perdió todo el dinero que tenía; ahora sólo le quedaba apostar a sus esclavos.
Ho y sus compañeros de celda despertaron al día siguiente. Arriba se seguían escuchando airadas voces y botellas que eran golpeadas contra una mesa. Al poco rato, se estremecieron al sentir un imprevisto estruendo: en la lejanía se oían los gritos de miles de hombres, el estruendo de miles de armas descargándose; el rugir de los cañones era tal que parecía una inmensa tormenta. Ho Peng y los demás se abrazaron de pánico; los invasores habían llegado. Arriba en la sala, Derteano, ebrio y desesperado, se empecinaba por cambiar su mala suerte. “¡Te apuesto cinco chinos más!” -, le dijo al francés. Laurent no se intimidaba ante lo que pasaba afuera. Estaba dispuesto a volverse millonario ese día.
Las horas pasaron y el ruido comenzó a decrecer. Al atardecer de ese día, el 13 de enero de 1881, el ejército chileno derrotó a su par peruano. Los cadáveres de los defensores rodaban por miles por las colinas de San Juan, cayendo al mar. Al caer la noche, los invasores victoriosos se dirigieron hacia Chorrillos.
Esa noche, los cautivos de la celda despertaron sobresaltados: afuera se oía otro inmenso estruendo. La guerra finalmente los había alcanzado. Gritos de terror y el ruido de disparos por doquier los estremecía, apretujándose contra la pared. Al poco tiempo oyeron algo espantoso: vidrios que se quebraban y gritos de soldados pidiendo sangre, acompañados por las voces airadas de su amo, el joven Derteano y el francés allá arriba. Una ráfaga de disparos los silenció y dio paso a las risas de los soldados y el correr de sus botas por todo el lugar, destrozando todo a su paso: no había duda, los invasores estaban saqueando. Ho y sus compañeros también oyeron con terror súplicas de clemencia en mandarín. Era el fin.
Arriba los soldados, ebrios de sangre y alcohol bolsiqueaban los cadáveres tirados en el suelo, mientras bebían y jugaban con el botín de monedas de oro obtenido y con un piano que se hallaba en la sala. Abajo, los chinos aguardaban en silencio, rogando no ser descubiertos. Al rato escucharon una voz aguardentosa que dijo: “¡nosotros quemamos y el Perú paga!!”, seguido por el ruido de decenas de botellas estallando. No entendían que significaban esas palabras, pero el humo y el calor que se colaba por las rendijas de la puerta de su celda les hizo saber lo obvio: la mansión estaba siendo quemada.
Desesperados, todos, se apretujaron al otro extremo de la celda, rogando salir con vida. La vela que apenas les iluminaba finalmente se apagó. Todos aguardaron en silencio lo que iba a pasar. Por buen tiempo se mantuvieron en silencio. No decían nada. Temían que los conquistadores aún estuviesen aún allá arriba, prestos a matarlos apenas los descubriesen. Así que decidieron aguardar en las sombras. Y esperaron. Y esperaron.
No sabían si había pasado mucho o poco tiempo: no había forma de saberlo. En medio de la oscuridad, Ho encontró un tubo de cobre en el suelo, y tras acordar entre todos, decidieron arriesgarse y golpear con él otro tubo en la pared, mientras pedían ayuda. Al poco de gritar, un desgarrador grito los silenció. Se hacían realidad sus peores temores: seguía la muerte allá arriba. Decidieron callar otra vez, esperando no haber sido descubiertos.
El tiempo pasaba lentamente. A susurros conversaban sobre cuánto duraría su encierro. Algunos pensaban que los invasores habían conquistado todo el mundo, y que jamás volverían a ver la luz. Con el tiempo, pasaban las noches conversando sobre sus vidas, de dónde provenían y sobre sus familias allá en China. Cuando eso sucedía en la celda, de pronto, terribles gritos de terror se dejaban escuchar desde arriba.
Al día siguiente, escuchaban las graves oraciones de un sacerdote, iguales a las de esa religión que el sacerdote de la hacienda trató de convertirlos. Para Ho y sus compañeros, era obvio que estaban presos en una inmensa cárcel y que un reo había sido ejecutado y un sacerdote realizaba las oraciones fúnebres. Pasó así mucho tiempo, y poco a poco, dejaron de conversar entre sí. El encierro era terrible y ninguno tenía ganas ya de hablar. En silencio habían aceptado su destino y nada iba a cambiar eso.
El 3 de octubre de 1974, la tierra comenzó a temblar. Un pavoroso terremoto de grado 6 golpeó de lleno a Lima y sus balnearios vecinos. La gente corría desesperada, viejos edificios caían, barrios enteros destruidos; cientos de muertos por todas partes. En la celda, el grupo se sobresaltó. Era tan fuerte el movimiento sísmico que no pudieron hacer otra cosa que quedarse pegados contra el suelo. Casi se ahogaron mientras sentían cómo le polvo se colaba por las rendijas de su celda. Cuando todo se calmó, escucharon gritos y sollozos procedentes de afuera: hombres y mujeres lloraban y grandes voces pedían socorro. Ho escuchó cientos de manos que escarbaban la tierra alrededor suyo.
Había pasado mucho tiempo y los prisioneros decidieron que, si la gente estaba excavando, sería fácil que los encontrasen. Ho no lo dudó dos veces y comenzó de nuevo a golpear con insistencia el tubo de cobre a su lado. De tanto escuchar a través de las sombras, habían aprendido algo. Era su última oportunidad: después de mucho tiempo, iban a volver intentar pedir auxilio en lo poco que sabían decir en ese extraño idioma: “AYULAAAA!, AYULAAAA!!!, ¡E’ TAMOS ACÁ, E’ TAMOS ACAAAÁ!!!!.....”
De pronto las voces de afuera, se callaron de golpe, pero ellos no. Al poco rato se escuchó una voz de mujer diciendo: “¡hay gente atrapada aquí!, ¡¡PRONTO, TRAIGAN AYUDA!!!”. El operario Ramón Apaza dirigía con presteza su bulldozer en medio de la medio destruida Chorrillos. Como todos los empleados del Ministerio de Fomento, apenas pasó el sismo, salió a tratar de rescatar a los pobladores atrapados bajo sus casas de adobe. Un grupo de mujeres con señas le hizo saber que bajo una casa destruida había sobrevivientes. Hacia allá enfiló.
Ho y los demás no dejaban de gritar y golpear. Pronto una cuadrilla de obreros comenzaron excavar. Apaza apartaba todo escombro que no les permitía avanzar. El pueblo se arremolinaba tratando de ayudar y tal vez, de encontrar a sus seres queridos. Tras un estruendo, Ho pudo ver en medio del polvo finalmente la luz. Apenas podía respirar y observó el rostro de su rescatador: era un hombre de piel de cobre, vestido de manera extraña, y llevaba en la cabeza un casco de un metal que no brillaba. Sintió aliviado cómo éste lo levantaba como si no tuviese peso, mientras con las manos ese hombre movía su rostro de un lado a otro, como revisando si tenía alguna herida. “ !Gracias por rescatarnos, gracias; mis amigos están atrás mío!” -, le dijo sin poder contenerse, en mandarín.
El Ingeniero Martínez, jefe de la cuadrilla, no salía de su asombro: al abrir el boquete, encontró ante sí un grupo de esqueletos muy extraños, vestidos con monos como los que usan los chinos en las películas de kung-fu. Con detenimiento revisaba la calavera en sus manos, que aún tenía pegada una cabellera recogida pegada al hueso, luciendo una inmensa cola trenzada y una gorra que tenía un jade enfrente. Ho no entendía nada, pero sentía que ya no se sentiría jamás solo.
“ Oye, Apaza – dijo Martínez molesto -, ¿no dijiste que había gente atrapada aquí?, ¡sólo hay esqueletos!. El operario no entendía nada, mucho menos los vecinos. “Los hemos estado escuchando pidiendo ayuda y golpeando desde hace horas”- le explicó para luego voltear hacia la fosa y señalar con horror-, “¡JEFE: MIRE!!!”. El ingeniero volteó y casi al mismo tiempo en que vió a los esqueletos ahí tirados, soltó la calavera, aterrorizado. Un horrendo frío recorrió su espinazo,….el esqueleto del cual había tomado el cráneo, tenía aferrada en una de sus huesudas manos, un tubo de metal.
Excelente relato, es uno de mis favoritos
ResponderEliminarsos mi escritor preferido bolo!!! tu estilo es exelente. por mas que sean largos tus cuentos, todo esta de 10. 10. :D
ResponderEliminarwooooooooooooooooooooooooooooooooowww
ResponderEliminarke bonito!!!!
al final de la historia se me puso el
pelo de punta y la piel de gallina..
TA BACAN!!!!
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