- Un relato de: Reynaldo Silva
Marco regresaba por la noche sin luna por la carretera. Mordisqueaba con furia un palito de fósforo, mientras atravesaba a toda velocidad la carretera casi desierta. Cada movimiento del inmenso camión que conducía, descargaba a través de su espalda una intensa ráfaga de dolor desde debajo de sus riñones, clavándosele hasta la nuca.
A sus 32 años, Marco no dejaba de pensar en que su vida era un asco. Un estúpido descuido en su adolescencia, y el consiguiente embarazo de su enamorada de aquel entonces, le obligó a un muy temprano matrimonio, apenas cumplidos 18 años. Ahora, con otros dos hijos más, su padre, cansado de tener que ayudarle a pagar las cuentas, y dispuesto finalmente de abandonar el empleo de camionero por una lesión en la columna, le había dejado el inmenso camión que ahora conducía -único patrimonio familiar-, para que lo trabajase y así mantuviese a su familia.
“¡Maldita sea, si hubiese estudiado siquiera!”-, se reclamaba a sí mismo. Mientras no perdía de vista la carretera que cruzaba el desierto en esa noche sin luna, peleaba con la palanca de cambios mientras aceleraba por la recta carretera. A la lejanía tilitaban unas aún muy lejanas luces. Mientras renegaba con la palanca de cambios que se atascaba de cuando en cuando, así como con la condenada radio que se llenaba de estática a cada golpe que las ruedas daban contra los baches del viejo asfalto. Pensaba en las emocionantes – y mejor pagadas-, carreras de sus compañeros del colegio.
El joven chofer estaba medio adormilado. Tratando de no ser vencido por el sueño, buscaba mil y una formas para mantener ocupada su mente,…pero ese maldito dolor de espalda y el pensar en que se aproximaba a su hogar, donde le esperaban las peleas y recriminaciones de siempre de su esposa, las cuentas por pagar, algunas horas de sueño y otro maldito viaje a otro maldito punto del país a toda velocidad para cumplir con tiempos que él no dominaba,….simplemente lo tenían harto.
Como todo hombre insatisfecho de su vida, comenzó a elucubrar soluciones un tanto radicales: “debería irme de la casa,…” -, dijo en voz alta para sí mismo, mientras la radio escupía las horrorosas notas de un reaggeton de moda-, “¡sí señor; que se encargue ella de las deudas. Otra ciudad,…otro trabajo y otra mujer. ¡Sí. Eso haré!...”. Mientras luchaba de nuevo con los cambios, Marco admitió para sí mismo que no podría hacerle eso a sus hijos; eran su adoración. A ellos no al menos.
Mientras el pesado camión recorría a toda velocidad, la radió saltó de pronto de la señal de las estaciones de radio del Valle de Majes -ya lejano atrás suyo-, a las más cercanas, ubicadas en los poblados cercanos a la base militar de La Joya, en el sur peruano. Un chasquido prolongado dio paso a una estación que transmitía música romántica del recuerdo. Marco comenzó otra vez a soñar y a hablar en voz alta:
“Mejor sería que me vaya a España” -, dijo como si hablase a un invisible copiloto-, “podría trabajar de camionero; ya sé hacerlo. Ajustó de nuevo la palanca de cambios y sacó un cigarrillo de su bolsillo y lo encendió. Botando bocanadas de humo, siguió “conversando” con el aire de la cabina. “Sería genial; buena paga,…conocer esos sitios como en las películas,…Madrid, Italia, París,…toda Europa,….y esos mujerones que hay por allá. Siiii,…me conseguiría una gringuita, jovencita, hermosa…”. Mientras la mente de Marco volaba hasta alturas estratosféricas, se vió obligado a disminuir la velocidad: el tramo de la carretera por el que pasaba era bastante malo. Muchos accidentes, algunos de ellos realmente grandes, habían dañado la capa asfáltica, por lo que era mejor ir con cautela. Al menos estaba en un tramo recto en medio de la inmensa meseta andina y no ascendiendo por la cordillera, por esas temibles curvas de cara al precipicio, pensó.
Algo que estaba moviéndose a la vera del camino llamó inmediatamente su atención. Era una persona. Caminaba muy despacio hacia él. Al aproximarse pudo verle con más detenimiento. Era una joven. Su apariencia denotaba que no era peruana: alta para el promedio de estas tierras, de piernas largas y caderas anchas, blanca, muy blanca de piel, tanto que casi los rasgos de su rostro desaparecían ante la luz de los faroles del camión. Su pelo era rubio y sus ojos de un hermoso color cielo. Vestía sandalias, un pantalón holgado y recogido en los tobillos y un polito de tiras. No temblaba a pesar del gélido frío de la sierra nocturna. Sostenía con una mano un mugroso morral militar ya casi hecho jirones. Su pelo parecía recogido y llevaba uno de esos sombreros de lana con motivos artesanales que tanto le gustan a los gringos, a lo “Indiana Jones”.
Toda la apariencia de la muchacha le pareció la misma que le había visto a muchos hippyes roñosos esos que se encontraba vagabundeando en las plazas de Cuzco, Puno y Arequipa, durante sus viajes. Marcos detuvo su camión junto a ella. Estaba extasiado por la belleza de la caminante. Era bellísima, casi nívea; una mezcla entre pureza y sensualidad. Marco había escuchado cientos de historias sobre gringuitas que viajaban solas, sin ton ni son, y que hacían realidad todas tus fantasías por un poco de droga: muchos extranjeros consideran que en el Perú la cocaína y la marihuana se encuentra hasta en los puestos de periódicos. Él no consumía nada de eso, pero por un aventón y algo de licor,…quien sabe.
“Hello, preciosura. ¿Por qué tan solita?,….si quieres te llevo”. Dijo Marco tratando de poner lo más melosamente posible su voz, y utilizando lo único en inglés que conocía. La joven lo vió como si no lo tuviese enfrente de sí. Alzó la cabeza y entornando hermosamente sus labios pálidos dijo: “….please,….please.…do… not,…leave,....me,….here….”. Marco, que no llegó a más allá del último año de colegio en una institución del Estado no entendía ni jota de lo que hablaba, así que consideró que aceptaba ir con él. Le abrió la puerta del copiloto y partió con ella.
El camionero se sentía el hombre más feliz del mundo acompañado en su viaje por esa preciosa y joven mujer. Tratando de usar sus dotes de galanteador, Marco comenzó a tratar de entablar conversación con la desconocida. “¿Cómo te llamas?, ¿de dónde vienes?, ¿vas para Arequipa?”-, fueron varias de las preguntas que no tuvieron respuesta. Dispuesto a insistir, Marco sacó una botella de vodka del barato que siempre llevaba con él. Tomó un buen sorbo y le tendió la botella. Ella la aceptó y pegó ligeramente los labios al pico de la botella. Contento, el chofer ajustó mejor la sintonía de la radio que seguía transmitiendo música romántica. Apuró dos sorbos más de vodka -para el valor-, y continuó hablándole a la chica.
Buscando sentirse más seguro de sí mismo, comenzó a hablarle a la vez que conducía. Mentía descaradamente, pero no le importaba; total, ella no entendía. “Este es mi camión”, dijo. “Tengo una flota de camiones y no me falta la plata”, agrego. “Soy soltero y quiero conocer una mujer para casarme y recorrer mundo”. Esas y muchas cosas más le decía. Pero no se las decía a ella: se las decía a sí mismo, como para tomar coraje y atreverse a algo más con ella. Los camioneros viejos le habían contado de mujeres en la carretera que aceptaban una noche de placer a cambio de llevarlas, y eso precisamente era lo que él quería.
De rato en rato la muchacha le interrumpía diciendo: “….please.…do… not,…” O algo que sonaba a: “….leave,....me,….here.” Él no le hacía caso y seguía con su monólogo. El licor casi se acababa; Marco ya estaba borracho, y esperaba que ella también. Por precaución y a la vez midiendo sus movimientos, descendió la velocidad y, tomándose su tiempo buscó un recodo en el camino. A la vuelta de una curva, aparcó el inmenso camión de dos ejes al lado del camino. Ya apagado el motor, Marco miró con ojos de lascivia a la joven que, desde el otro asiento le observaba sus hermosos ojos celestes. Sonriendo y haciendo gestos con la boca y las cejas, él quiso darle a entender que quería intimar con ella. La extranjera ni se inmutó, sólo le miraba y de momentos abría delicadamente sus labios y susurraba: “please,…please….”.
Hipnotizado por su belleza, se le abalanzó encima. Acercó sus labios a ella y la besó. La joven apenas se echo atrás y dejó que sus labios apresasen su boca. El joven camionero se sentía en la gloria, pensando en que ninguno de sus amigos le iba a creer semejante aventura. Atrevidamente, comenzó con una mano a acariciar el cuello de cisne de su acompañante. Lentamente bajó la mano y comenzó a acariciarle el cuerpo. Era firme y bien formado. Ya sin poderse contener y sin dejar de besarla, deslizó su otra mano por detrás del cuello de la extranjera y desató las tiras del polo de la muchacha, anudados ahí atrás, cayendo lentamente la prenda.
Saco la mano de golpe. Algo le había cortado y sus dedos sangraban. Al darse cuenta, toda su mano estaba bañada en sangre y él no sabía por qué. Alzó la vista y pudo ver con horror cómo la joven, sin mostrar ningún gesto en su cara, giraba el rostro como para mostrarle,….¡TENÍA UN ENORME BOQUETE SANGRANTE DONDE DEBERÍA ESTAR SU NUCA!!!,… ¡LA PARTE DE ATRÁS DE SU CABEZA NO ESTABA, NI SUS SESOS Y UN PEDAZO DE HIERRO RETORCIDO ESTABA INCRUSTADO AHÍ!!!.
Presa del más intenso de los horrores, Marcos se apartó de golpe de ella, gritando de terror. Empujándose hacia el otro extremo de la cabina, no dejaba de ver presa del pánico a la muchacha que, impasible, le miraba fijamente y le suplicaba: “….please,….please.…do not leave me here….”. Muerto de espanto él trató de salir de ahí. Abrió la puerta y cayó de espaldas,….pero no cayó al instante en el suelo arenoso. Su grito de horror tardó mucho en apagarse.
A la mañana siguiente, la Policía de Carreteras trataba de aclarar la extraña escena, a la vez que apuraba a los camiones y ómnibus que se agolpaban en ese tramo de la carretera de pura curiosidad. ¿Quién sería tan idiota, por más borracho que estuviese, de hacer semejante cosa?, se preguntaban. No era raro que los camioneros se estacionen al lado del camino para dormir,…pero, ¿al lado de un precipicio y con la puerta del conductor precisamente hacia el vacío?
¡Muy buena historia! , me gustó tu versión de una leyenda urbana. Un saludo desde venezuela
ResponderEliminarEstubo brutal soy de Coamo Puerto Rico y en el pueblo de Juana Diaz se cuenta una historia parecida.
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