miércoles, 2 de noviembre de 2016

El pacto



El multifacético Parapsicólogo peruano Reynaldo Silva, se ha destacado, con el transcurrir de los años, no solamente en su área profesional, sino también en la narrativa y el cuento: acá les presentamos uno de sus cuentos de miedo, los cuales serán publicados en 2017.

Un Relato de: Reynaldo Silva Salas. 

Corina llegó corriendo feliz a su casa esa tarde, con el corazón henchido de una gran felicidad adolescente. Estaba enamorada. Tras semanas de sentirse una suerte de “bicho raro” en su nuevo colegio, finalmente alguien le había hablado, ¡y precisamente había sido ese chico tan guapo que no dejó de mirar desde el primer día!. Caminando como entre nubes, atravesó el jardín de su nueva casa, sin hacerle caso a su hermanito y sus nuevos amigos, que ahí jugaban. Tampoco saludó a su madre que preparaba el almuerzo. Menos aún respondió el saludo de su padre, sentado en la sala leyendo el diario.

Sólo en su mente estaba terminar de ducharse cuanto antes para contarles a sus hermanas las buenas nuevas. “¡…Se van a morir de la envidia!!!”- pensaba. Tarareando una canción de moda, la joven de 16 años bailoteaba bajo la regadera mientras el agua tibia rodaba por todo su cuerpo. Corina cerró los ojos cuando el picor del shampú la obligó a hacerlo. De pronto, un potente chorro de agua caliente la sobresalto, haciéndola soltar una fuerte imprecación. Su mamá le increpó inmediatamente: “¡cuidado con ese lenguaje jovencita!”. La muchacha quiso responder, pensando en que alguien había abierto el grifo del caño, pero no pudo; con los ojos entrecerrados volteó a mirar hacia atrás suyo: sintió que no estaba sola.

Una ráfaga de viento procedente de ninguna parte levantó la cortina de baño de golpe, erizándole la piel; instintivamente trató de cubrirse el cuerpo con las manos, pero no pudo evitar lo que ocurrió a continuación. Un tremendo bofetón en su mejilla, salido de la nada, la aventó con violencia contra las mayólicas de la pared. Casi de inmediato, la asustada comenzó ver y sentir con horror algo inimaginable: ¡NO HABÍA NADIE CON ELLA EN LA DUCHA, PERO SENTÍA CÓMO LA MANOSEABAN SALVEMENTE!!!, ¡SUS OJOS NO MENTÍAN: NO HABÍA NADIE AHÍ!!!!

Desesperadamente, Corina luchaba contra el ser invisible manoteando, tratando de levantar las rodillas, desesperada tratando de impedir en vano sentir que esas horrendas manos salidas de la nada, le tocaban donde jamás le había permitido a nadie. Apenas fueron unos segundos, pero fue más de lo que ella podía soportar: resbalándose salió del baño, corriendo, desnuda, gritando. Todos en la casa se sobresaltaron, al verla correr sin parar de gritar rumbo a la calle. Su padre saltó de su sofá y apenas la alcanzó cuando llegó a la vereda. Apenas pudo contener a su hija, presa de una crisis nerviosa. Su hermano menor y sus amigos que jugaban en la calle quedaron paralizados. Todo el vecindario se alarmó. Fue necesario que padre y madre cargasen en vilo a la asustada jovencita para regresarla a la casa.

Aquel día todo comenzó: las otras tres hijas llegaron del colegio media hora después; encontraron a Corina dormida a punta de fuertes calmantes. Sus padres no les dijeron nada de lo que ella había dicho que pasó. Debieron hacerlo. Sin aviso, Sandrita de 15 años e Ivonne, de 17, también fueron atacadas: sin importar si estaban solas o acompañadas, recibieron sendas nalgadas procedentes de la nada. Sandrita sufrió también un zarpazo del agresor cuando se cambiaba de ropa, rompiéndole la falda que se estaba quitando y dejándole tres profundos arañones en la pierna. Ivonne por su parte, también sintió unas fuertes y toscas manos que le toquetearon bajo las sábanas, para luego hacer saltar por los aires las cobijas en medio de fuertes risotadas.

Aquella noche fue terrible. La pequeña Carol, de apenas 9 años, se apretujó temblorosa contra el pecho de su madre. El Señor García, su papá, marino de profesión, recorría todos los ambientes de la casa con su arma de reglamento en mano gritando y vociferando al aire, impotente para detener al agresor. Se habían mudado apenas hacía un mes a esa nueva casa, y tras pasar por los problemas propios de trasladarse de pronto a otra ciudad, ahora tenían que enfrentarse a lo desconocido.

La vida se volvió un infierno para toda la familia: las chicas estaban al borde de un colapso nervioso. La madre, viendo el descontrol de su marido, si algo le pasó a ella también, prefirió callarlo. El señor García agotó todo tipo de solución. Estaba al borde de la locura. Asustados por los gritos de las chicas, los vecinos pensaron que vivían al lado de un peligroso abusador. La vida de la familia se volvió un infierno. Fue una semana completa de horror pánico y contínuas agresiones. Eso fue lo que me contó la señora García cuando fue a buscarme.

Yo ya era algo conocido en mi ciudad, más nunca le pregunté si llegó a mí recomendada por alguien o por que me había visto en mi programa de televisión. Sólo me fijé es sus ojos llenos de desesperación, pidiendo una solución a su problema. Pensé en las pobres muchachas siendo atacadas de esa manera por aquel ser que no era de este mundo. Le prometí ir a su casa esa noche y acabar con todo eso costara lo que costara.

Ya era de noche cuando llegué a la pequeña casa. Un viento frío y ululante recorría las calles del barrio de clase media donde vivían. Desde lejos, nadie podría imaginar los terribles sucesos que pasaban en aquella pequeña casita de un piso. Apenas me abrieron la puerta, alcé la vista instintivamente al cielorraso. Quería percibir si “alguien” estaba ahí. Esperaba sentir un erizamiento en mi nuca, señal –al menos para mí-, de que ahí hubiese una presencia. De improviso, una ráfaga de dolor recorrió mi cuello. En vez de sentir lo que esperaba, un doloroso arañón salido de la nada recorrió mi nuca, dejando una rojiza marca en toda su extensión.

Había pensado que, al haber tantas adolescentes en esa casa, podría tratarse de un caso de poltergeist, pero no: aquella “entidad” era muy agresiva. Había que actuar rápido. En la sala de la casa estaban reunida la familia García en pleno, salvo dos: Carol, la pequeña de la casa, había sido prudentemente enviada a dormir en casa de unos parientes. La abuela, que había llegado del norte, rezaba insistentemente a todo venerable existente en la cristiandad, en su cuarto. Me senté en la mesa con el señor García, y saqué un tablero oui-ja; pocos saben que este método de comunicación es el mejor para contactar con entidades agresivas,…pero somos muy pocos los que lo podemos hacer.

Mientras la madre era rodeada por sus hijas en un sofá, comencé a explicarles a todos lo que pretendía hacer: comunicarme con el agresor, ver qué lo motivaba y descubrir cómo hacer que se retire de esa casa. Antes de empezar la sesión, la abuela salió de su cuarto. Nos hizo saber que quería participar: “quiero hablar con mi Ernestito” -, dijo pausadamente. El señor García se rehusó de plano. Me explicaron que la abuelita había perdido a un hijo de 23 años en un accidente aéreo en los años cincuentas. Los ojos de la mujer me suplicaban que aceptase. Lo hice por varios motivos: uno, que entendía su necesidad para hacerlo; un familiar lejano mío falleció en el mismo accidente y entendía el dolor de no tener una tumba dónde llorar. Otro, y el más importante, era que, desde que entré en la casa “sentí” que ahí adentro había más de una entidad.

La sesión de oui-ja para contactar con el pariente fallecido fue a la vez emotiva y muy reveladora: casi de inmediato, Ernesto respondió. La abuela de la casa comenzó a mirar fijamente la copa invertida; nos dijo a todos que “veía” a su hijo como una aparición, dentro de la copa. La anciana, con los ojos rebalsando de lágrimas comenzó a conversar con él. Todos lloraban al ver que las preguntas de la mujer eran respondidas con suaves movimientos que deletreaban las respuestas. Yo también debo admitir que ví un “vaho” vaporoso, pulsante, dentro de la copa. Se sentía algo caliente. Ernesto nos dijo que él estaba tratando de proteger a la familia del agresor invisible, pero que era más fuerte que él. “Dice que tú deberás pactar con el alma en pena” –me dijo al final la ancianita-, “mi Ernestito te ayudará en lo que pueda”. Al finalizar el contacto, la mujer me agradeció con un beso en la frente y volvió a su cuarto, a sus santos y a sus rezos. Me sentí aliviado de que tenía un aliado.

Mientras veíamos a la abuela retirarse, la copa se movió de nuevo: otra presencia hacía contacto. Era débil y movía temblorosamente la copa por encima del tablero. Era un niño. La esposa del señor García se incorporó del sofá y se reunió con nosotros en la mesa. No nos había dicho nada, pero tres noches antes, cuando estaba sola en la cocina, de noche, había aparecido un niño frente a ella, pero no había sentido miedo. Se llamaba Miguel. Deletreando como lo haría un infante de 6 años, Miguelito –como se hacía llamar a sí mismo-, nos contó su historia: había vivido en esa casa y había muerto hace 10 años en la calle frente a ella, tras ser atropellado por salir corriendo tras su pelota. Aquella presencia también nos conmovió: “….S.O.L.O…Q.U.I.E.R.O…J.U.G.A.R…”, era lo que decía insistentemente.

La señora García nos contó que sentía apagadas risas de niño cada vez que un escalofrío le anunciaba que el agresor fantasmal le rondaba, como a sus hijas. Supuse que aquel niño protegía a la señora, por que la consideraba su madre. Un alma pura como Miguelito seguramente podía mantener a raya a un espíritu bajo. No podía pedirle a Miguelito que me ayude a enfrentarlo, y él mismo me lo confirmó. Al preguntarle si había visto al agresor, respondió: “…S.I….P.E.R.O…L.E…T.E.N.G.O…M.I.E.D.O…”

“…M.E…P.U.E.D.O…Q.U.E.D.A.R…”, dijo a continuación. Era un alma buena y sola y la madre aceptó inmediatamente. Tras conminarle que se porte bien y que no asuste, decidí despedirme de él. De pronto, todos miramos hacia el extremo de la sala. Ante los ojos de todos los presentes, Miguelito apareció: todos contuvimos el aire ante la aparición, era un niño precioso, vestía un oberol y mostraba un inmenso pegote de sangre coagulada a un lado de su cabecita. La señora García, conmovida y movida por su instinto de madre, se acercó a él, impelida por el deseo de abrazarlo. El pequeño espíritu desapareció ante nosotros, quedando la huella de sus ojos llenos de pena, en el aire un buen rato.

Cuando todos nos encontrábamos aún sorpendidos, la copa tiró violentamente de las manos del señor García y la mía, hasta casi salir disparada de la mesa. Había otra presencia. Casi de inmediato toda la sala se llenó de una horrenda sensación de calor, asfixiante, junto a un horrendo olor que al principio no pude identificar. Todos mirábamos alrededor asustados. La madre corrió al sofá donde estaban sus hijas, que comenzaron a gemir de miedo. Sebastián, el único hijo varón, se paró y se puso tras su padre. El señor García amartilló su arma en el bolsillo. Pedí a todos calma. Como si brotase de las paredes, una gruesa y profunda risa, como si saliese de una garganta inhumana, nos rodeó. Los rezos de la abuela se escuchaban más altos en ese momento.
Claramente pudimos sentir unos pasos pesados que se aproximaban hacia nosotros. Tratando de no mostrar miedo, sentí una muy caliente y jadeante respiración tras de mí, que hizo que me ardiese de nuevo el arañón en la nuca. De pronto, una súbita y desconocida “fuerza” cayó sobre ambos; “algo” nos presionaba la cabeza, pegándonos contra nuestras sillas. Aquella “cosa” no quería que nos levantásemos, quería conversar. Le sugerí al señor García que no luchase contra esa horrenda presión: tomaríamos contacto inteligente con ese ser. El papá de las chicas y yo estábamos sentados frente a frente, a ambos extremos de la mesa. Aquel “sujeto” debería ser inmenso, dado que sentíamos cómo nos mantenía en nuestros sitios, como si aprisionasen dos inmensas manazas nuestras cabezas.

No hubo necesidad de preguntarle quién era; él lo deletreó a una velocidad aterradora en el tablero: “…S.O.Y…M.O.N.T.O.N.D.I.U.M.O…”. Cuando Sebastián dijo el nombre, toda la familia quedó desconcertada: les parecía un mal chiste. Yo comprendí al momento qué significaba ese nombre. Los García provenían del norte, y jamás habían escuchado un apodo chacarero: los chacareros eran los rudos y decididos campesinos que dieron fama a Arequipa de irreductible; hablaban un dialecto, en parte castellano antiguo, parte quechua y parte aymara. “Montondiumo” era una corrupción de “montón de humo”, que era como se les decía los fumadores empedernidos. Ahí recordé dónde había olido esa peste que impregnaba el ambiente, hasta casi hacer toser. Era el olor de los “mapachos”, unos cigarros de la selva peruana, tiempo atrás muy populares entre hombres rudos, y hoy sólo utilizados por los chamanes selváticos.

El haber sido yo criado en el campo, me permitía entender la forma de expresarse del “ente”, así como parte de su manera de pensar. La copa se deslizaba a una velocidad de vértigo por la mesa, mientras no paraba de sentirse esa horrenda respiración envolviéndonos a todos: “…E.S.T.A…E.S…M.I…T.I.E.R.R.A…N.O…M.E… I.R.É…J.A.J.A.J.A.J.A…”-, respondía cada vez que le preguntaba su proceder. Los terrenos donde había sido construida la casa le habían pertenecido tiempo atrás. Iba a ser difícil sacarlo de ahí: un chacarero primero moriría antes de abandonar su tierra,….en este caso, ni eso había servido.

La sesión se prolongó por varias horas: con infinita paciencia, logramos desentrañar la historia de “Montondiumo”; se me heló la sangre conforme deletreaba las escasas respuestas que daba: era un espíritu muy bajo, un condenado, un “rematado” para el mundo de los espíritus. Un ser brutal y sin compasión en vida, y que era ahora prisionero de sus bajezas. Había habitado ahí hacía casi 80 años. Todos le temían y él no temía a nada ni a nadie. Había extendido sus propiedades en base al robo y al asesinato: si un campesino humilde le temía, simplemente asaltaba su casa una noche, les robaba todo, violaba a las mujeres y después los asesinaba a todos. Nadie se atrevía ha reclamar después las tierras que “Montondiumo” pasaba a su propiedad.

Su final fue tan violento como su vida: una noche, una cuadrilla de ladrones lo mató para robarle. Él estaba borracho en su cama y no pudo defenderse con su formidable fuerza. Al preguntarle qué quería, su respuesta llenó de terror a toda la familia: “…L.A.S…N.I.Ñ.A.S…S.E.R.Á.N…M.Í.A.S…J.A.J.A.J.A.J.A…”. El señor García apretaba los dientes de rabia e impotencia. Era un ente espiritual tan bajo que sólo buscaba calmar sus bajas pasiones. El lenguaje en el cual explicaba lo que pretendía hacer era asquerosamente soez y vulgar, tanto que esa parte de la conversación yo no la podría compartir con ustedes. Las muchachas temblaban al sentir cómo al mismo tiempo, “Montondiumo” soltaba sobre las mejillas de todas, ese horrendo vaho de respiración inhumana suyo, acompañada con el olor del más fuerte y picante de los tabacos.

Pensando en cómo deshacerme de aquel terror vomitado de los más bajos planos de realidad, recordé algo que mi abuelo me enseñó: “ciertos espíritus bajos acceden a abandonar un lugar si pactas con ellos para ayudarlos a liberarse”. Fue en vano. Aquella entidad no quiso aceptar ni velas, ni misas, ni oraciones por su alma: no creía en Dios y se sabía condenado para siempre. La noche se terminaba y aquella criatura no nos dejaba levantar de la mesa; era necesario acabar con todo eso. Por precaución, yo había llevado conmigo un artilugio heredado de mi abuelo, el cual estaba a mis pies, dentro de una mochila: mi abuelo lo había usado infinidad de veces para “controlar” espíritus rebeldes. Era una base de madera de la cual emergía una varilla de acero, en forma de una “J” invertida.

Se coloca un anillo de oro, muy antiguo en la varilla, descansando éste en la base de madera; al extremo de la “J” invertida se coloca un frasco de cristal, de modo que la boca del frasco queda al final de la varilla. Sólo funciona con frascos de cristal con tapa muy antiguos: el vidrio ahumado del siglo XIX es excelente para “aprisionar” espíritus o parte de ellos. Lo saqué con la mano que tenía libre y lo puse en la mesa. El nombre del invisible espectro me había dado una idea. Valía la pena intentarlo. “Montondiumo; ¿qué quieres para dejar en paz a esta familia?”. Dije en voz alta. El “ente” picó el anzuelo:“…L.I.C.O.R…C.I.G.A.R.R.O.S…M.U.J.E.R.E.S…J.A.J.A.J.A…”. Respondió de inmediato. Era lo que suponía: los placeres lo tenían dominado.

Tardé dos horas en acordar el extraño “pacto”: el “ente” pedía que le diesen una ofrenda de sus preciados “mapachos” una vez al mes, y una copa de licor también,…..pero no cedía en sus pretensiones: deseaba a las muchachas. No lo iba yo a permitir. Pensando en que su inmensa testarudez debería estar aunada a un inmenso ego. “No puedes poseerlas como eres ahora”-le dije, imprecándolo- “acepta lo que te ofrezco, ¿o quieres que las muchachas sepan que ya no eres un HOMBRE?”. Aún me estremezco recordando lo que pasó después de que dije eso: ¡la mesa comenzó a vibrar de una manera espantosa!, ¡todos se aterraron cuando los vasos y copas de la vitrina cercana comenzaron a estallar!; ¡el Señor García y yo tratábamos con todas nuestras fuerzas de despegarnos de la mesa que soltaba sin tregua golpes con las patas contra el suelo!....

Los ojos de pánico de los presentes luego observaron con horror la furia de la entidad: ¡como grandes surcos aparecieron sendos arañones atravesando la mesa de madera y el tablero oui-ja!. Tratando de parar eso, exclamé: “¡NO TIENES OTRA OPCIÓN: ACEPTA EL PACTO QUE TE OFREZCO. HAZ INGRESAR EL ANILLO EN EL FRASCO COMO MUESTRA DE QUE DAS TU PALABRA!”. Se podían sentir los jadeos cargados de odio del espíritu, recorriendo toda la sala. De pronto dejó de azotar la mesa para jalarla hacia un lado, arrastrando las patas. Todas las mujeres de la casa lloraban y rezaban, mientras yo repetía una y otra vez mi mandato, mientras veía cómo el anillo de oro vibraba cada vez más, alzándose a ratos por la varilla de acero. Fueron interminables los minutos que luchamos contra ese ser.

Finalmente, sintiéndose vencido, “Montondiumo” cedió: el anillo se elevó de golpe, siguiendo la ruta que le daba la varilla, para caer sonoramente dentro del frasco. Me apresuré a taparla. De pronto, toda la casa cayó en un profundo e inquietante silencio. Todos mirábamos hacia el techo, observando. No había certeza si la entidad estaba prisionera o no. Pasado un rato, vimos cómo la copa, que había quedado volcada sobre la mesa, se elevó lentamente, sin que nadie la tocase, y tras tomar de nuevo su posición invertida, se deslizó lentamente sobre los restos del tablero, hasta detenerse en la palabra “SI”.

No había logrado encerrar al espíritu, pero había logrado pactar con él. Los siguientes minutos los usé en definir totalmente los acuerdos del pacto con una ahora algo más tratable entidad: los García se comprometían a dejar un paquete de “mapachos” en un cenicero, en la mesa de la sala, el primer día de cada mes, así como una copa de anisado, y el Señor García debería tomar otra copa del licor, a la salud del ente. “Montondiumo” prometía no molestar jamás a las muchachas y proteger la casa. Pude despedir a esa alma condenada casi al amanecer. Al irse, desapareció el olor acre y la sensación de calor, dejando paso a la gélida atmósfera del amanecer serrano. La familia quiso insistir en que me quede con ellos a desayunar, muy agradecidos. Me negué; estaba exhausto, y deseaba irme a casa.

La calma volvió a la casa; el pacto fue rigurosamente cumplido por ambas partes. Los cigarros y el licor desaparecían misteriosamente, sólo dejando un trazo de olor a tabaco negro y anís en la atmósfera. Las chicas no sufrieron más ataques. De tiempo en tiempo, recibía yo personas que me buscaban en busca de ayuda, recomendados por “una familia sinceramente agradecida”. Poco supe después de los García. Me encontré con Corina años después en la calle; se iba a casar. Tiempo después, supe que el pacto duró ocho años: un día, Corina y su esposo, que vivían en la capital, visitaron a su familia. Era primero del mes.

La familia en pleno se reunió en la sala y celebraron la visita. Al hacerse de noche, todo comenzó de nuevo: contento por la visita, el señor García había olvidado poner la ofrenda, estando en su lugar las cervezas que la familia compartía. Sin aviso, a espaldas de Corina, hizo su aparición “Montondiumo”: era un hombrón de casi dos metros, robusto, su piel era renegrida, del color de los muertos. Su cara estaba cruzada por sendas cicatrices y en sus ojos pudieron ver todos, el tremendo odio que se desbordaba de su negra alma. La aparición de pesadilla duró apenas un minuto, para luego desvanecerse frente a todos. Ahí comprendieron el terrible error cometido.

Apenas de haber desaparecido, los gritos de terror retumbaron en toda la casa: era Corina que, ante los ojos espantados de su familia y su esposo, y sin poder levantarse de su silla, pegada a ella por una fuerza invisible, sufría una horrenda agresión que creía acabada para siempre. Todos presenciaron impotentes cómo unas zarpas invisibles y descontroladas destrozaban su ropa totalmente. La familia no aguantó más. Abandonaron la casa esa misma noche. Nunca más he sabido de ellos.

Por mi parte, aún conservo el “pacto” con “Montondiumo”. No me atrevo a abrir el frasco. En una gaveta donde conservo medio centenar de “pactos” iguales a ese, el suyo se destaca: cada primer día de cada mes, vibra, saltando el anillo dentro del frasco, tratando de liberarse de su encierro.

3 comentarios:

  1. Es es una horrible historia, creo en lo sucedido, aunque nunca he tenido esa experiencia, pero se que hay entes que molestan a las personas, yo conoci a un señor que trataba de limpiar los hogares de esos entes...

    Simplemente horrible

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  2. Es muy bueno el relato, y bastante veridico, lo que no cabe duda que existen seres negativos que tratan de hacer maldad, del cual tambien existen seres misericordiosos, llenos de paz profunda.

    Gracias por tu relato, sigue dandonos mas de ellos.

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  3. Dianna
    La historia es muy interesante y a la vez horrendo pero me encanto sentíd escalofrió...y justo para el día de las brujitas.
    Gracias por compartir su relato de Historia!!! Besos!!!

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