sábado, 17 de enero de 2015

Exorcismo, del cine a la psiquiatría


Allá por 1973, la película El Exorcista, dirigida por William Friedkin, causó furor. No sólo ha sido una de las producciones más taquilleras de la historia del cine, sino que ha dado lugar a todo un subgénero dentro del cine de terror, el de las posesiones demoniacas. Filmes como El exorcismo de Emily Rose (2005) son buen ejemplo.

La película de Friedkin despertó el interés del público hacia un fenómeno (la posesión demoniaca) y un ritual (el exorcismo) que muchos creían ya olvidados o desaparecidos. Sin embargo, las dos películas citadas se basan en casos reales, la primera el de un joven en Estados Unidos en 1949, y la segunda el de una chica en Alemania -Anneliese Michel- cuyos síntomas de posesión demoniaca comenzaron en 1968, cuando tenía 16 años de edad.

Anneliese pasó repentinamente de ser una niña normal, equilibrada y pacífica a desplegar una conducta horripilante, violenta y autolesiva, que la tecnología de aquellos momentos permitió grabar para que quedara testimonio patente del extraño evento. Las imágenes son espeluznantes y se parecen mucho a lo que se ve en El exorcismo de Emily Rose. El caso de Anneliese se prolongó a lo largo de más de ocho años, concluyó con su muerte, y tuvo consecuencias judiciales.

Tras someterla a tratamiento médico y psiquiátrico sin éxito, los padres de Anneliese solicitaron de las autoridades eclesiásticas la realización de un exorcismo. En los breves momentos en que parecía ganar control de sí misma, la chica insistía vehementemente en que habían tomado posesión de ella varios espíritus malignos que le prohibían comer y la forzaban a hacer cosas que no quería. A veces parecían hablar varias voces a través de ella, como queda patente en las grabaciones.

Inicialmente, el episcopado alemán se mostró reacio a autorizar el ritual, si bien finalmente en 1975, y siendo ya el estado de la joven de extremo deterioro, el obispo de Würzburg autorizó el exorcismo. La aplicación del ritual desencadenaba episodios de violencia incontrolable en Anneliese, durante los cuales hacía demostraciones de fuerza sobrehumana.

Finalmente, Anneliese murió en julio de 1976, técnicamente por inanición, y los padres y los exorcistas fueron condenados por homicidio imprudente, al no haber dado alimentación forzada a la chica. Las condenas fueron a seis meses de prisión conmutadas por libertad condicional. Ante tal final, la Conferencia Episcopal alemana trató de desligarse del asunto, declarando que no se había probado que se tratara de un auténtico caso de posesión demoniaca.

El reciente caso de exorcismo en Valladolid, que al parecer ha concluido con éxito, al haber recuperado la joven la normalidad, ha sido objeto de denuncia judicial por parte de algunos familiares. Ello ha dado lugar a la especulación de que una sentencia judicial derivada de este caso podría dar al traste con la práctica de dichos rituales.

Tal especulación carece de sentido. Se podrán enjuiciar o condenar determinados aspectos ocasionalmente concurrentes en la práctica del exorcismo, como el uso de fuerza para contener al energúmeno (el poseído) durante el ritual, pero es absurdo pensar que se pudiera prohibir el ritual en sí, consistente meramente en una serie de oraciones. Ello constituiría un grave ataque a la libertad religiosa.

En cuestiones como los milagros o la posesión demoniaca, ciencia y religión tienden a manifestarse como dos visiones inconmensurables de la realidad humana, dos formas irreconciliables de conceptualizar fenómenos que en última instancia son inexplicables.

Es en el siglo XIX, en pleno espejismo de la modernidad, cuando la psiquiatría empieza a tomar forma como ciencia o pseudociencia, y cuando se acuña el mismo término psiquia-tría. Psiquiatras y psicólogos nacen en compe-tición con el sacerdote, y usurpan, por así decir, su papel. Psiquiatras y psicólogos se reivindican a sí mismos como los nuevos médicos y conocedores del alma (psiqué iatros = médico del alma; psiqué logos = conocedor del alma), es decir, las dos funciones tradicionalmente adscritas al sacerdote.

Tal usurpación de funciones se basa en la idea de que la psique -el alma, entiéndase ésta como se entienda- es una función u órgano físico manipulable mediante técnicas científicas. El hecho es que tan sólo los aspectos más puramente vegetativos son modificables. Todo lo que afecta al ámbito intelectual y moral, la tradicional esfera del alma, es sólo controlable en el mejor de los casos mediante el uso de medicaciones , pero no científicamente modificable.

Cuando uno termina de leer Locura y civilización (1961), de Michel Foucault, esa detallada historia de la psiquiatría, uno no sabe quiénes estaban realmente locos, si los pacientes o quienes les trataban. Esa obra inspiró un brutal ataque contra la psiquiatría por parte de psiquiatras como R. D. Laing, y Thomas Szasz, autor este último de obras como El mito de la enfermedad mental (1961) y La fabricación de la locura (1970), y co-fundador del movimiento de la antipsiquiatría. Szasz desenmascara a la psiquiatría como una falsa ciencia al servicio del poder. El ataque a la psiquiatría en el caso de Foucault y Szasz se centró fundamentalmente en la conceptualización psiquiátrica de la homosexualidad como enfermedad mental, pero tuvo el efecto de abrir las puertas a una crítica más amplia de la ciencia y la psiquiatría, lo que conocemos hoy como crítica posmoderna.

La psiquiatría y la neurociencia (y muchas veces la ciencia en general) confunden descripción con explicación. No es posible saber si ciertas estructuras o lesiones neurológicas son causa o resultado de una determinada conducta. Ese es el gran reto en los estudios sobre el cerebro. Por ejemplo, a principios de los 90 Simon LeVay adquirió fama mundial cuando publicó su descubrimiento de la existencia de microscópicas diferencias en el hipotálamo de hombres homosexuales y heterosexuales. La crítica que desplomó su estudio fue que incluso si tales diferencias son reales (algo que nunca llegó a demostrarse de modo concluyente) sería imposible saber si son la causa o el resultado de la conducta homosexual.

Que una persona padezca una enfermedad mental o esté poseída por el demonio es algo que cada cual conceptualizará según su sistema de creencias. Si la conducta anómala es fácilmente controlable mediante fármacos, nos inclinaremos a catalogar el fenómeno como enfermedad psiquiátrica, es decir, que puede ser curada por el moderno médico del alma. Si la conducta y fenómenos circundantes desbordan las definiciones científicas de la enfermedad mental, y si nuestras creencias lo admiten, diremos que esa persona ha sido invadida por un espíritu maligno. Las lesiones neurológicas, si las hay, no nos proveen la explicación del fenómeno, ya que pueden ser entendidas como el resultado de la acción del espíritu invasor.

El exorcismo de Valladolid, que motiva las presentes reflexiones, viene únicamente a ilustrar esa inevitable colisión de lo que en lenguaje filosófico se denomina Weltanschauungen, visiones del mundo. La de quienes creen que el ser humano es susceptible de ser poseído por espíritus malignos, y la de quienes, poseídos de la estrecha verdad de la ciencia, consideran poco menos que impensable y absolutamente ridículo que nadie pueda creer esas cosas en nuestros días, y pretenden hacer uso de los mecanismos de la Justicia para impedir que otros practiquen sus creencias.

La base de la convivencia democrática y del progreso intelectual que auspicia el sistema democrático es la convicción de que nadie puede atribuirse la posesión final de la verdad e imponérsela a los demás.

Juan A. Herrero Brasas es doctor en Estudios de Religión y Ética Social y profesor de Antropología filosófica en la Universidad San Pablo Ceu de Madrid.

(FUENTE: elmundo.es)

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