lunes, 14 de mayo de 2012

"La casa del dios oculto": extrañamiento espectral



Una mano de madera creada por un fabricante de autómatas; un combatiente manco de la Legión Extranjera; la voz de un fallecido pintor francés que irrumpe en una sesión espiritista; siniestros muñecos de cristos articulados; animales embalsamados por un niño taxidermista; exvotos en un santuario de Rodrigo Bueno; las ropas de los muertos que los evangelistas reparten entre los pobres; llaves misteriosas, anillos con diamantes de sangre, estampitas, fotos de los muertos: éstos son, entre muchos otros, los restos que componen el mosaico impresionista que queda tras la lectura del último libro de Luis Gusmán, La casa del dios oculto . Antes que una o varias historias, antes que esa mínima secuencia de hechos que todo lector retiene tras terminar un libro, la lectura aquí deja un saldo de imágenes similares al pantallazo visual de un mercado de anticuarios. Y al igual que en esos mercados, o en las iglesias coloniales, o en la habitación de una abuela muerta, esas imágenes no perviven mudas, sino que están envueltas por el susurro de las voces de quienes vivieron alrededor, restos vitales de lo muerto que la narración de Gusmán busca captar, en su extraña conjunción entre lo afectivo y lo escalofriante. No casualmente uno de los apartados del libro se llama "Chucherías"; lo que no es transparente en ese título es la particular sensibilidad con que Gusmán transforma este compendio kitsch en una continua fluctuación entre lo real y la fantasmagoría, una especie de uso literario -estéticamente efectivo, perturbador- de la lógica espiritista.

En sintonía con la escritura autobiográfica del libro anterior - Los muertos no mienten (2009), especie de continuación de La rueda de Virgilio (1989)-, en La casa del dios oculto , Gusmán arma un texto de "pasaje" entre diferentes géneros: su vida personal reaparece una y otra vez con los recuerdos de su infancia, de su omnipresente madre, ya fallecida, que fue espiritista, evangelista y católica en diferentes etapas de su existencia, e incluso también de la escritura de sus libros. Pero estos relatos sobre su propia vida derivan, a veces, en episodios no exentos de ribetes fantásticos, policiales y literarios en general, como su estadía en el hotel turco Pera Palas, donde Agatha Christie se hospedó de incógnito, o su encuentro con el inefable Dolinder en la iglesia "La casa del dios oculto", situada en el Barrio Rojo de Ámsterdam. El deslizamiento genérico se produce también entre la unidad del cuento y la extensión propia de una narración mayor, dado que las mismas historias se retoman en varias partes del libro, mientras que otras cobran la forma de una anécdota independiente.

Con todo, se trate de relatos o de un solo gran relato, la narración tiene su propia lógica, una lógica que -si logra sintonizar con quien lee, acaso más por una conexión sensible que netamente intelectual- hace que el lector comience a extrapolar la visión de mundo del libro hacia el afuera, en este caso, un relativismo espiritualista que somete todo a un extrañamiento espectral, que no puede distinguir entre el sujeto y su reflejo, o entre quien habla como dueño de sus palabras o es hablado por quienes habitan en él, tanto en un sentido literal como metafórico. Si bien no es nueva la presencia del espiritismo en los libros de Gusmán (patente ya en El frasquito ), es cierto que aquí se afianza la sensación de que se trata de una herencia simbólica que, como toda herencia, no se elige, pero demanda que se haga algo con ella. El espiritismo no funciona aquí tanto como creencia ni como práctica religiosa, sino como una especie de lengua materna con la cual el narrador hace confluir lo autobiográfico y lo literario, esto es, los recuerdos de su vida, por un lado, y la literatura como juego de "dobles" por excelencia, con el escritor como médium de un discurso que no es suyo, y en líneas generales, con la representación como forma de evocar lo que no existe.

También es cierto que si el espiritismo no funciona aquí como religión, el psicoanálisis -profesión de Gusmán- tampoco moldea una interpretación de lo narrado. Antes bien, sí, se filtra en la puntuación de imágenes simbólicamente densas, como la angustia frente al "movimiento automático de los cuerpos" o el descubrimiento de una habitación que es exacta réplica de otra, tradicional ejemplo de lo siniestro. Y aún más: en una de las imágenes finales, en la cual la idea de Dios se asocia con una miniatura de la Piedad ("una madre y un hijo"), queda claro que lejos de tematizar vulgarmente el Edipo u otros complejos, el libro de Gusmán explora variaciones literarias para un pathos que vuelve una y otra vez: el yo como hijo, la madre como ausencia, el presente de "un niño viejo" que mira hacia el pasado y escribe.

(FUENTE: lanacion.com.ar)

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